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Vivimos siendo constantemente interrumpidos. Pensémoslo. Nada de lo que hemos hecho desde nuestros principios conscientes ha sido un acto puro y libre de agentes interruptores. Nadie puede levantar la mano y decir que en su vida ha realizado todo cuanto ha deseado sin estar bajo la influencia de las personas que le rodean. Y es algo natural. El ser humano actúa en compañía y con la mirada dirigida hacia arriba o a los lados en busca de la aceptación que le permita seguir por su camino. Procuramos esa mirada tranquilizadora que, al acompañarse con palabras, recite: “vas bien”, “lo hiciste bien”, “este es el camino”.

Algunos agentes pueden entrometerse de forma más activa que otros, y tener efectos más grandes que aquellos que solamente se cruzan una vez en la vida. A los intrusos que llegan y patean la puerta sin anunciarse, se les recibe con brazos temblorosos pero abiertos. Llegan con fuerza y nos mueven, nos reordenan y dejan trazos suyos que adoptamos como nuevas maneras para la posteridad; después recogen sus cosas, y se van.

En “Intromisión”, un minicuento del autor portugués Fernando Pessoa, encontramos una escena que fácilmente podría paralelizarse a esos grandes momentos de nuestras vidas, y a las intromisiones más significativas que podamos nombrar. Así, nos adentramos a los pensamientos de un hombre que se asoma desde una ventana para mirar un mundo que no le interesa.

Su atención se fija más bien en los movimientos borrosos de la gente que camina por la calle, en la disposición de los autos, las estructuras de otros comercios y demás detalles móviles que forman parte de su campo visual. Su mente, en este momento, es un lago dormido.

De pronto, el mozo de la oficina lo saca brutalmente de su estado catatónico y el mensaje recibido es opacado en totalidad para inmediatamente detonar una ira difícilmente controlable. ¡Lo ha sacado de todo aquello que no pensaba! De ese descanso precioso en el cual uno forma parte de un todo sin tener que participar activamente. Pierde los estribos, lo “odia como al universo”.

¿Y si nosotros reaccionáramos de esta forma? Por cada entrada de un intruso podríamos defendernos y decir con nuestras mejores palabras que aquí no es, y que muchas gracias, pero preferimos seguir nuestro camino porque los cambios que la intromisión ofrece son un precio que se paga emocionalmente caro. Por suerte, otras intromisiones resultan sonrisas y caricias al alma; por esas, vale la pena abrir la puerta

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