La abeja haragana
Julia Yerves: La abeja haragana
La pereza, ese peso que se nos ajusta a los tobillos como polainas pesadas, normalmente nos realiza más de una visita por semana. Suele llegar sin ser invitada, sin anunciarse y sin tener razón aparente para estar.
Sus horas predilectas suelen ser irracionales, la primera hora en el trabajo, por ejemplo, las mañanas de los domingos y por supuesto, el instante mismo donde debemos ser más productivos. Y uno, a quien no le gusta la resistencia, se deja abrazar por ella. Sentimos cómo sube por las piernas, acaricia el tracto digestivo, pasa la yema de sus dedos por los brazos, nos susurra palabras de viento frente a los ojos dejando caer sobre ellos una fuerza incontrolable que los lleva a pestañear con trabajo y a tiempos lentos.
Finalmente, cuando termina de escalarnos, se sienta en la nuca dejando colgando sus piernas en nuestros hombros y con sus manos abraza nuestra cabeza: caemos, por el momento no se puede hacer nada; dormitamos, perdemos.
Horacio Quiroga, en su cuento “La abeja haragana”, habla del arte de ser consciente de ese abrazo sorpresivo y tomarlo como hábito y pretexto para ya no mover el cuerpo, para adoptar el momento y preferir el mínimo esfuerzo de hoy para el disfrute máximo con la promesa falsa del mañana lo hago.
En este caso, se trataba de una abeja. Con la reputación de trabajadoras que ellas tienen, había una, víctima de la pe reza, que se dejaba los paseos en busca de jugo de flores para ella sola. Contrario al trabajo de sus compañeras, que es recolectar jugo para crear miel, ella se lo bebía todo. Regresaba y pasaba el control de inspección diciendo que mañana trabajaría más, lo prometía, lo intentaría, no fallaría.
Las abejas guardianas, viejas señoras llenas de sabiduría, rápido entendieron que necesitaría un ultimátum y acción consecuente. Así fue. Tras tres días de fallas continuas y privilegios intactos la abeja haragana no pudo entrar a la colmena.
El frío que la mordía y entumía sus alas, la llevaron a caer en la cueva de una serpiente. Ésta la amenazó, la tentó, la mantuvo en tensión duran te toda la noche y también le puso pruebas aparentemente difíciles de cumplir, pero la astucia y la promesa mental de un regreso a su colmena hicieron que saliera victoriosa. Suerte la de ella que aprendió la lección. Mala fortuna la nuestra, por amar la pereza y esperarla, prepararle una taza de café y no espantarla o luchar contra ella. Deberíamos ser como la abeja trabajadora. Pero no hoy, mañana.