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Hubo una época en la que sólo había dos partidos que tenían una oportunidad real en las elecciones: el PRI y el PAN. Y hubo una época anterior en la que incluso sólo el PRI ocupaba todos los cargos de elección popular, pues aunque existían el PAN y otros partidos menores, las elecciones de Estado aseguraban los puestos a los candidatos del tricolor. En esos tiempos el PRI era un partido corporativista, clientelar y con esencia e identidad estatista. Se consideraba el partido heredero de la Revolución y tenía estatutos con tintes socialistas, pero en la práctica era una institución que sólo podía entenderse por la vocación de permanecer perpetuamente al frente del Estado. El PAN, por el contrario, surgió como una oposición al partido hegemónico y al lado más “social” o popular de la Revolución. Se catalogó dentro del espectro de la derecha y del conservadurismo. Así, si te considerabas cachorro de la Revolución entrabas al PRI. También si eras progresista o de izquierda, pues los partidos comunista y socialista no “daban bola” en la época y hasta había una prohibición sobre el primero. Si te considerabas “demócrata”, de derecha y hasta cierto punto, conservador, te alistabas en las fuerzas panistas.

Esa forma relativamente simplista de ver los partidos funcionó hasta finales del siglo XX y principios del XXI. Muchos progresistas y gente de izquierda abandonaron el PRI por la corrupción imperante, la represión, la censura y otras cosas que ya sabemos. Otros pocos se quedaron y resisten hasta nuestros días (o hasta hace poco). Los que se fueron fundaron otros partidos (formalmente de izquierda, como Cárdenas, AMLO y el PRD), o poco a poco se pegaron al PAN y compañía. Como sea, todavía quedaba identidad política en los actores y se podía presumir convicción, dignidad y principios. AMLO, Ebrard, Cárdenas, son personajes que esgrimieron la válida excusa de haber empezado en el PRI porque era lo que más se acercaba a sus principios y no había de otra. ¿Pero y los “políticos” modernos? La línea se ha desdibujado.

Siempre ha existido el “chaquetismo”, el “chapulineo” de un partido a otro, pero es innegable que a partir de las elecciones de 2018 el fenómeno se ha institucionalizado entre la clase política. Morena, el partido oficialista que se fundó porque -según declaran ellos- les robó el PAN de Calderón la elección de 2006, y hubo condiciones asimétricas que favorecieron al PRI de Peña Nieto en 2012, hoy abraza y cobija a quienes en otros años llamaba miembros de la mafia del poder, conservadores, potentados, minoría rapaz y traidores a México. El oficialismo ha creado un discurso que hace las veces de agua bendita o incienso purificador capaz de limpiar el aura de sus otrora enemigos. No es necesario decir nombres; basta ver a los candidatos o dirigentes que en elecciones pasadas abanderaban causas contrarias al régimen obradorista y hoy son discípulos del cuatro teísmo más incondicionales que Sheinbaum. No me mal interprete: cambiar de opinión no es malo; hay quien dijo que es hasta de sabios. Sólo sorprende la velocidad con la que se revolucionan las consciencias de muchos políticos, sobre todo mientras más se acercan los momentos de repartir candidaturas.

Uno no sabe quién es peor: el político que chaquetea y cambia de principios un día sí y otro también, o la incondicional militancia que se ve obligada a cuadrarse y apoyar a quienes antes repudiaban y juraban desterrar de la vida pública.

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