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Una de las características de la que menos se habla de la izquierda socialista es su generosidad. Desde el Partido Comunista Mexicano y sus sucesores directos, el Partido Socialista Unificado de México y el Partido Mexicano Socialista, hasta el día de hoy, esta izquierda ha escrito una historia de renuncias a espacios de poder en favor de causas superiores. Esa generosidad, sin embargo, no sólo no ha rendido los frutos esperados, sino que ha sido claramente contraproducente.

En 1987, tras la constitución del PMS, la antigua dirección del PSUM, a la cabeza de una clara mayoría interna, optó por no disputar la candidatura presidencial de 1988 a Heberto Castillo, prestigiado luchador político y fundador del Partido Mexicano de los Trabajadores. El garrafal error pasó su factura cuando la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas atrajo masivas simpatías populares, y el PMS se vio secuestrado por la negativa del tozudo caudillo a sumarse al michoacano. Castillo solo cedió ante la inminencia de la catástrofe electoral, 35 días antes de la elección, dejando a los socialistas en el cabús del nuevo movimiento.

Meses después, bajo ligeros cálculos unitarios, los socialistas entregaron su registro electoral y su patrimonio al naciente Partido de la Revolución Democrática, obteniendo a cambio la marginación interna, a cargo de una mezquina mayoría de ex priistas. El proceso resultó en la disolución orgánica de la izquierda en la ensalada política perredista, cuyo catastrófico final está a la vista.

El día de hoy, nuevamente, los viejos socialistas aceptan ser desplazados, ahora por un triunfante López Obrador. Fiel a su priismo juvenil y a su añejo anticomunismo, con mal disimulada desconfianza procura relegarlos sistemáticamente, al tiempo que reivindica la actuación histórica de sus antiguos compañeros de militancia, Manuel Bartlett el primero. Tres casos resultan especialmente ilustrativos de esta política.

Puesto a decidir, el tabasqueño prefirió sin dudar designar como coordinador de los senadores morenistas al merecidamente desprestigiado Ricardo Monreal, en lugar del añejo opositor Martí Batres; de los diputados, al opaco ex senador Mario Delgado, en vez del experimentado parlamentario Pablo Gómez, y como secretaria de Gobernación a la improvisada política Olga Sánchez Cordero, en lugar del curtido dirigente partidista y actor gubernamental Alejandro Encinas, a quien de paso recluirá en el quemadero automático de la Subsecretaría de Derechos Humanos.

Los tres socialistas han aceptado con disciplina digna de mejor causa el maltrato. Indebida generosidad que tendrá un alto costo para quienes tienen la ingenua esperanza de que el nuevo gobierno significará cambios sociales profundos.

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