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Rondaba el año de 1531, época triste, dolorosa. El imperio más grande de la región, de todo lo conocido, el Imperio Mexica había caído apenas 10 años atrás en manos de un pequeño grupo de españoles y de algunas tribus cercanas a Tenochtitlán que se unieron a ellos para derrocarlos, estos pueblos traidores también habían perecido tras la llegada de los españoles.

Pero eso no es todo. Junto con los conquistadores llegó la peste, una viruela que mató a miles de indígenas. Recordemos que Tenochtitlán era una ciudad tecnológica para su época, hermosa, tanto que a los españoles la compararon con Roma y que, en ella, habitaban más personas que las que en ese mismo tiempo había en Londres.

Pese a los sacrificios humanos, los mexicas vivían en paz mientras daban su vida y la de sus seres amados para la que la existencia, el Sol y la lluvia coexistieran, pero algo pasó, tras la llegada de los españoles cesaron los sacrificios humanos, pero el Sol siguió saliendo, la vida continuó y la lluvia prosiguió.

Los indígenas se sentían abandonados por sus dioses pues, para colmo, los invasores llegaron trayendo un nuevo Dios que según decían era el Dios del amor, pero los mismos españoles mataban personas por doquier, robaban, violaban mujeres y niños.

En medio de todo eso estaba un indígena ya entrado en adultez llamado Cuauhtlatoatzin, el cual creyó en aquel Dios que los españoles traían y tras ser bautizado cambió su nombre al de Juan Diego, se le apareció una muchachita vestida como emperatriz con hermosos colores verdes y adornos de oro, la cual se encontraba embarazada y le pedía que fuera con el obispo para que le construyan una casita sagrada en donde dejaría a su bebé para todos.

El bebé que considera como el único sacrificio humano válido que ya fue efectuado y que traía la trascendencia del universo completo.

Por su calidad de indígena no le creyeron al pobre de Juan Diego, le piden una señal, misma que solicita a la Virgen aparecida quien a su vez le pide volver al cerrito al día siguiente a buscar la señal pero, aquel día, el tío de Juan Diego enferma de viruela y los doctores le dicen que no había nada que hacer, que iba a sucumbir, así que el tío le pide a su sobrino que vaya a buscar a un sacerdote para que le dé el bien morir. Juan Diego, con tristeza y temor, sale corriendo en la madrugada a buscar al sacerdote, mira el cerrito y lo esquiva para que no se le aparezca la Virgen, sin embargo, Élla lo estaba esperando a un costado.

Apenado Juanito le dice que su tío iba a morir, que a fin de cuentas a eso se viene al mundo, a morir. Pero su tristeza fue callada con las palabras de una amorosa madre que ahora se quedan y resuenan para nosotros sus hijos por toda la eternidad: hijito mío no temas a esta enfermedad ni a ninguna cosa punzante aflictiva, ¿no estoy aquí yo, que tengo la dicha y el honor de ser tu madre?, ¿no estás bajo mi sombra y mi resguardo?, ¿no soy yo la fuente de tu alegría?, ¿no estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?, ¿qué más puedes querer?

Ahora me pregunto, ¿cuántas veces he sufrido?, ¿cuántas veces he tenido miedo?, ¿por qué?, si tengo a Nuestra Madre que me cubre con su manto y me coloca en el cruce de sus brazos en donde se encuentra su amado Hijo.

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