Mi mayor regalo
Columna de David R. Ojeda Correa: Mi mayor regalo
Era una noche de sábado de octubre y me encontraba de guardia en urgencias colocando un vendaje a un paciente cuando mi celular con insistencia empezó a sonar y, tras ver que se trataba de mi esposa, respondí: - “Me acaba de salir un líquido transparente como si me orinara”, dijo mi esposa embarazada, haciendo que me convierta en una bola de nervios que fingiendo calma le respondió: háblale al ginecólogo, voy por ti.
Terminé de poner la venda mientras mi mente estaba en blanco, acto seguido estaba en el coche llegando a casa sin darme cuenta cuán rápido avancé. -“No tengo contracciones ni dolor, me dijo”. -Perfecto, pensé, tenemos tiempo. Así que fuimos al hospital donde el Dr. Frank Gutiérrez, con su carisma y sonrisa, la revisó y nos dijo: hay que inducir el parto.
Así que, con voz temblorosa, le pregunté: ¿cuándo?, ¿mañana? Él con seriedad respondió: ahorita. Las horas más largas de mi vida se basaron en tres momentos: primero en la sala de espera, pensando en cómo la vida cambiaría, luego, en estar con mi esposa junto a su cama mientras sufría los dolores inducidos sin que el bebé saliera, luego, la angustia más grande de mi vida, pues las cosas se habían complicado y habría que operar para sacar al bebé. Admito que ese momento, por primera vez, conocí lo que es el miedo.
Nada, nada en la vida, ni la oscuridad, ni los exámenes, ni la factura de la CFE, ni las alturas ¡nada!, me había causado tantas sensaciones acumuladas, tanto miedo, mismo que se apagó al transformarse en el mejor momento de mi vida, cuando el silencio de la sala de quirófano se transformó en un llanto, el llanto por el que volví a nacer, el llanto que me llevó a la vida, el que me avisaba que todo estaba por cambiar, el que me hizo latir el corazón al mil por hora, el llanto de mi bebé, ese llanto que no se olvida, que resuena en tu mente hasta llegar al alma para siempre, ese lloriqueo que te convierte en papá.
Han pasado ya casi ocho meses desde aquel día, donde nunca imaginé todo lo que sucedería y sentiría como la alegría de cortarle el cordón umbilical, de darle lechita para ayudarlo a dormir, el tenerlo en brazos mientras con sus tiernos ojos me miraba, la impresionante sensación de escuchar su primer “agu” o el verlo sonreír cuando llego del trabajo mientras mueve sus bracitos pidiendo mi abrazo; así como el nuevo miedo que sentí, cuando se enfermó por primera vez de Covid, o de las nuevas emociones cuando lo vi comiendo por primera vez. Mis papás me decían: “no sabrás lo que se siente ser padre hasta tener un hijo”, y tuvieron toda la razón.
Sólo así, hoy, viviéndolo, puedo comprender el esfuerzo que mi papá hizo, sus desvelos, sus angustias, su sacrificio; todo, todo lo que haces por el amor más grande que puede alguien sentir. Papá, gracias por las bases que has sentado en mí, por el esfuerzo y sacrificio sin fin que aún haces por nuestra familia; gracias por tus enseñanzas, tus consejos y tu amor. Y bebé, gracias por darme el regalo más grande de la vida, el obsequio que no tiene fin y no se devuelve, el regalo de ser papá.