La noche que lo dejaron solo
Julia Yerves: La noche que lo dejaron solo
Por más grande que sea la voluntad, la mentalidad para seguir adelante y la necesidad por continuar, cuando el cuerpo dice basta, es basta. Se comienza con manifestaciones de torpeza derivadas de un cansancio crónico. Entonces chocamos con las paredes jurando que se metieron en nuestro camino, o afirmamos sin miedo a equivocaciones que el huevo que estábamos a punto de estrellar en la sartén vibró de tal manera que se nos fue de las manos y cayó al abismo de lo irrecuperable. El agotamiento es visible, real. Abraza, invade.
Mis primeras experiencias con el cansancio fueron a una edad temprana. Tenía nueve años cuando una crisis de migraña llegó para inaugurar la ocupación de mis días. El evento no causó más que vómitos y una sensación de somnolencia posterior. Por supuesto que tras varias crisis más, viví los esbozos de mi adolescencia dentro de un cuerpo cansado, apretado por el dolor.
Luego llegaron los fármacos para salvarme parcialmente con un juego incompatible que se caracterizaba por adormecer mi cuerpo cuando mi cerebro aún quería estar despierto: hablaba y hablaba y me quedaba dormida hablando. De todo esto permaneció la instalación de un sueño difícil de combatir.
“La noche que lo dejaron solo”, cuento de Juan Rulfo, narra la historia de un hombre cuyo destino fue dictado precisamente por el sueño.
Tras haber tendido una emboscada al teniente Parra, un muchacho sin nombre y sus dos tíos comenzaron el camino de su huida. Los viajes para llegar hasta un sitio seguro se realizaban de noche con la indicación de los mayores. Ellos, como seres insomnes acostumbrados al descanso mínimo, avanzaban con el cuerpo cansado pero la mente despierta. El muchacho no.
La primera manifestación del sueño fue como una sombra que lo acechaba. Luego la sintió cerca y ésta subió por sus piernas hasta posarse en la espalda y hacerle difícil el caminar. Finalmente se situó en los ojos y la pesadez de las pestañas le cerraban la visión que se tornó borrosa, ausente. Antes de quedarse dormido al pie de un árbol, esbozó ligeramente un “váyanse, pues. ¡Váyanse!”.
Despertado por el frío, el muchacho intentó alcanzar a sus tíos y dio con dos cuerpos que colgaban sobre una hoguera; eran ellos. Su estómago terminó por despertar lo que permanecía dormido. ¿Lo salvó el cansancio? ¿Ese sueño que imploraba ocupar su cuerpo y apagarlo momentáneamente? A veces no se trata de resistir, sino de obedecer; de confiar en las pausas oníricas