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Estamos más rodeados de lo que creemos. Nuestras casas, construcciones maravillosas que sirven de resguardo y caja de recuerdos, cumplen con todos los fines posibles que pudiéramos imaginar y también forjan indirectamente nuestro sentido de hogar, de espacio seguro, de micro universo donde somos y actuamos con plena libertad.
Cada casa se siente distinta. Algunas invitan y otras ahuyentan, unas crean recuerdos indelebles en las paredes y otras parecieran guardar en los pisos la capacidad del olvido.

Yo, por fortuna, crecí en la casa del primer caso. Era niña y supe que nunca querría irme de esa construcción de fraccionamiento que albergaba seis almas con cuerpos crecientes ocupadores de espacio. La amaba por pequeña, por verde y musical, por estar rodeada de árboles en el patio vecino y por haber sido también una extensión de casa para perros, pollos, pájaros, gallos y gallinas. Tuvo perfecto sentido entender a plenitud cuando mi padre, de niño, daba un beso de despedida a la pared de su casa cuando salía por algún motivo. Somos gente de hogar.

Ricardo Piglia, en “La pared”, presenta la historia de un hombre mayor, cuya vida tuvo sensaciones de hogar hasta alcanzada su ancianidad. Antes de eso habitó un espacio para los suyos que pronto pasó a ser parte de tantas construcciones olvidadas. El tiempo pasa, los hijos crecen y algunos cuerpos podrían quedar de lado.

Nuestro personaje, consciente de que sus hijos no eran su hogar, buscó el suyo propio. Desarrolló una independencia magistral al presentarse en un asilo para inscribirse y hacer de esa institución su universo. Tenía, como todos tenemos en nuestras casas, un espacio favorito: una vista que daba a la calle, a las mujeres que pasaban, al tráfico y a las venas vivas de una ciudad que lo incluía en su ritmo.

Un día, un grupo de albañiles construyeron una pared levantando un pequeño muro de privaciones visuales y también de sofocación aparente. Su hogar, como lo conocía, había cambiado y las emociones generadas en él a partir del suceso fueron en el sentido de la desolación.

Entonces su mente buscó refugio en el pasado, en el recuerdo de su trabajo y su mujer. Sabiendo que también existen personas que son hogares y para reconocerlos es necesario un poco de convivencia; lo suficiente para saber que se quiere habitar en esa alma y en esos brazos por siempre. Ser hogar, convertirse en hogar y encontrar un hogar, son artes que también debieran ser considerados como metas de vida.

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