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Desde hace días regresa una y otra vez uno de los primeros libros que leí de Gabriel García Márquez, El General en su Laberinto, primero tratando de recuperar las ideas y la trama sobre los últimos días del general Simón Bolívar en ese barco desvencijado que iba río abajo, recostado en la hamaca a la espera de la muerte.

Con 20 años de edad, en realidad no entendí la trascendencia de la novela, solo vi a Bolívar como pieza clave en la independencia del continente, sus ideas libertarias y el fuego al combatir imperios y tiranos.

En las charlas de café con escritores experimentados, hablaban sobre cómo la lectura y la escritura con el tiempo adquieren dimensiones más profundas, gracias a la experiencia vital acumulada. Ahora comprendo las palabras vertidas sobre esas tazas de café humeantes.

Los fragmentos de recuerdos filtrándose paulatinamente en las hebras de las rutinas apresuradas de las jornadas laborales ocuparon por fin un lugar prioritario en las noches mudas gracias a la pandemia.

Abrí ese pabellón que envolvía la trama y los hechos de Simón Bolívar para ver más allá de mi primera lectura, ya sin el asombro por descubrir su vida y las gestas armadas de la independencia, para ver que detrás del oropel de las victorias, estaba lo efímero de cualquier acto.

En esa primera lectura de El General en su Laberinto pasé por alto ese recuento sobre lo ingrata que es la memoria, ya que el tiempo magnifica las proezas del libertador, victorias prístinas con una trascendencia acrecentada por el ego, mientras que afuera de esa hamaca, el mundo olvidó que existía.

En este mundo cuya memoria tan sólo es de 24 horas o menos, gracias a la cantidad de información que corre en las plataformas digitales, es imposible no comprender la amargura que consumía a Bolívar.

Mirar el libro con el peso de la nostalgia encima, recordar que leemos la vida del personaje en un último viaje lejos de cualquier patria (ya no consideraba que alguna lo fuera) con el rencor intermitente, la moral destrozada, el ánimo aniquilado y una soledad entretejida a su cuerpo y a los hilos de su hamaca, sujetada a la impotencia y el desengaño, nos deja pensando que hoy es peor lo efímero de nuestros actos ante un mundo que olvida con facilidad o menosprecia cualquier logro.

Después de varias noches de insomnio tratando de comprender por qué volvía aquel libro, recordé entonces la portada del mismo, Bolívar acostado en la hamaca repasando una y otra vez dónde se quebró su camino (bendito diseñador que supo plasmar la esencia del texto), entonces era la respuesta a la misma pregunta que hilaba: ¿vale la pena escribir? ¿Para qué continuar esta columna? ¿Tiene algún sentido moverse, respirar o tratar de dejar algo para los demás? No lo sé, a veces sólo nos queda el río y el barco navegando cuesta abajo.

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