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Siempre he tenido una sonrisa que aguarda por las historias fantásticas. Lo supe desde pequeña cuando sentía mis ojos abrirse ante la fabulosidad de los relatos aparentemente imposibles cargados de aires reales. Los busco inconscientemente porque algo muy dentro de mí pareciera encenderse en el momento en el cual nada se anticipa y todo se espera. Me atrapa.

Que me cuenten historias imposibles, engranajes fantasiosos; que jueguen con mi paciencia literaria y tomen los mejores momentos carentes de nombre para extender un abrazo de historia hacia mí. Que guarden en un frasquito la fotografía del ojo brilloso que se asombra ante lo que no conoce, ante lo que nunca había imaginado o construido en la mente. Que permanezcan como recuerdos palpables todos los instantes de primeros contactos. Es así, pienso, que se vive de las letras, entre las letras, por las letras.

Guillermo Samperio, en su cuento “La señorita Green”, llega a puerto fantástico y seguro, con un relato exquisito que ve su crecimiento en una historia imposible, pero mentalmente deseada. Adelanto que la repetición de la palabra verde, y todo lo que conlleva, termina por llenar las pupilas de un formato que honra tal color. No será de extrañarse, entre fantasías amables y deseos sinceros, que al finalizar veamos todo verde.

Una niña, hija de padres cuyos ojos son cafés, heredó, por supuesto, el mismo tono ocular. Su vida, hasta el momento de cambiar de color, digamos que fue café. Un día, al caerse mientras jugaba descubre que todo lo que su piel contenía, era verde. La rodilla fue la primera visión de algo interior esmeralda, acaso aceitunado. Ante la impresión, la niña se raspa la segunda rodilla para verificar no solamente el tono, sino el extraordinario hecho de ser verde por dentro.

Los padres, principalmente cafés, no tardaron en reprender el hecho. Poco pudieron hacer en realidad, porque una vez que aquel lunar verde de la pierna comenzó a extenderse, no hubo vuelta atrás. Su hija era una niña verde, una adolescente verde, una joven mujer verde.

Las burlas, el desprecio y la dureza de quienes no contemplan la posibilidad de lo increíble, hicieron de sus días una verde amargura hasta que, a su puerta, como quien sabe que para cada roto hay un descocido, llega un hombre color violeta. El resultado de la unión habrá que imaginarlo. Lo único que sabemos de ellos es que al encuentro, y tras la compatibilidad de sus tonos, lo deja pasar y cierran la puerta.

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