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¿Por qué nos resulta tan ajeno todo aquello que representa novedad? Quizás sea por el peligro que supone salir de nuestro equilibro emocional y por el reto que tendríamos enfrente si nos encontráramos ante algo que verdaderamente no pudiésemos controlar; algo a lo que no estamos acostumbrados porque nadie nos dijo aún qué hacer ante lo racionalmente improbable.

Los viajes mentales suelen llevarnos a lugares no imaginados, si acaso un alivio o un resguardo para las mentes inquietas que gozan de buscar escapes cotidianos por tan sólo un instante. Confieso que este aspecto es una constante en mi vida. Entre perdernos en recuerdos pasados o vivir “futureando”, invito a un escape mental diferente, irnos al otro lado, donde absolutamente todas las cosas son probables.

Comparto que la novela en turno gira en ese sentido, comienza con una frase que se clava en la mente como una idea que promete irse lentamente; o más bien, no se irá de nosotros sin antes haber sacudido esa gran verdad de la que todos hablan entre las frases de la vida: “La única certeza es la muerte”. José Saramago, en “Las intermitencias de la muerte” (2005), propone lo contrario al iniciar una historia que dice: “Al día siguiente no murió nadie”. Era el primer día del año.

Como un primer golpe, nos acostumbramos a la idea de que nadie morirá en un país sin nombre, podemos entenderlo. Pero entonces, ¿cómo funcionan las personas a partir de eso? El caos se hace presente, la muerte suspendida es también una suspensión de la vida.

Dentro de la historia, el tiempo no para. La gente enferma permanecerá de esa manera, se cumplirán años y el deterioro será constante, pero no habrá muerte. Hemos sido retados por la intermitencia de la única cosa que sabemos constante. Naturalmente, se encontrará la forma de hacer que la muerte regrese, que sea justa con quienes la esperaban entre aires serios, irónicos e incluso humorísticos. Veamos ahora nuestro lado, pensemos en el encanto de sabernos mortales, que estamos de paso pero seremos eternos.

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