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Entre las preciosas relaciones que somos capaces de crear, y en una categoría superior a todas las posibles, se encuentra la complicidad entre las madres y los padres, y sus hijos. Y no me refiero a una relación por demás trillada que romantice todo cuanto se dice de las uniones de sangre. Sino a esas fortalezas llenas de experiencias y signos que llegan a mutuo encuentro cuando los hijos son adultos y los padres ya miran con ojos de mayores.

No es una cosa simple, por supuesto. Las relaciones se forjan a partir de códigos de vida, experiencias durante el crecimiento, respetos y miedos, miradas compasivas, y la magnífica suerte de poder conocer los caminos que los mayores recorrieron antes de nosotros. Entonces surge una especie de amistad que nace de una sinceridad ilimitada. Y es justo ahí, en ese momento de la vida, en el que se comienza a tener conciencia plena de quién es el otro: mi madre, mi padre.

En “Las lunas de Júpiter”, cuento de la autora canadiense Alice Munro, estamos frente a un relato que, con una estructura finísima, logra hacernos voltear hacia nuestras propias relaciones, y por un momento agradecer que ese miedo del que no se habla, pero que da vida al cuento, está lejos de ser el nuestro. Por ahora tenemos suerte.

Dentro de la historia, el padre de Janet, ésta una mujer adulta y realizada, está enfermo del corazón. Requiere una cirugía arriesgada pero necesaria, y es Janet quien se encuentra más cerca para hacerse cargo de lo que se necesite anterior y posteriormente al evento. Adelanto que nunca conoceremos el resultado, pues la historia termina justo antes de la cirugía, en el momento exacto en que se despiden y prometen verse después de la anestesia, cuando todo haya pasado.

¿Qué lo hace tan especial? Hay un vínculo precioso entre el padre y la hija, una suerte de diálogos que van más allá de todo lo que pudiera explicarse, y que más bien se entiende en ese punto previamente mencionado, cuando los hijos encuentran a los padres en esa edad vulnerable en la que, si bien aún mandan, también ceden y comienzan a necesitar de los demás.

Se trata entonces de una oda a la intimidad familiar, a las maneras tan hermosas que tiene un cuerpo viejo para celebrar la vida que ha vivido parcialmente con sus hijos. Entre anécdotas personales y retratos de personalidad que resultan conocidos, somos testigos de la fragilidad de las relaciones y de la fuerza de todo lo que une; todo lo que permanece y no se olvidará.

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