Bolsita con palabras
Julia Yerves Díaz: Bolsita con palabras
Recientemente tuve que guardar mis palabras. Algo, en alguna parte de mi cuerpo que no logro descifrar aún, tuvo a bien decidir con síntomas mayores que de momento la luz pasaría a ser nuestra enemiga. Mis ojos, al estar frente a todo lo que brille, chillan. No gritan, claro, porque no tienen voz. Pero yo los escucho. Se expresan en movimientos que solamente puedo explicar medianamente al doctor y a quienes me rodean como quejidos de sombras y flashazos mínimos en segundos que al principio me causaban pavor, pero que ahora, sin dolor, acepto cada día más.
Durante la secundaria, teniendo que elegir entre clases de dibujo técnico y clases de mecanografía, elegí la segunda. Cargaría dos veces por semana una enorme máquina de escribir y me la tiraría al hombro derecho condicionando mi equilibrio y tirando el cuerpo hacia la derecha mientras que mi mochila haría el contrapeso con mis kilos de libros y libretas para más o menos mantener una columna tierna en su sitio.
Mis dedos, pequeños y delgados, se ahogaban en el vacío de los espacios entre las letras salientes y para lograr mis tareas a pesar de mis manitas, debía mirar el teclado: gran error. Fui dirigida a la fila de las mediocres, aquellas niñas que levantaban la tela sobre el teclado para mirar la posición y presionar la letra correcta. Trampa. Aprendí bien, por supuesto, y de no ser por eso, no estaría ahora ganándole a la luz escribiendo a ojos cerrados en una habitación obscura con la sonrisa de quien sabe exactamente en dónde están las letras.
No he podido leer en mucho tiempo porque el papel blanco sobre el que las palabras están impresas hace que los ojos protesten. Pero al caminar escucho todo y llevo conmigo una bolsita donde guardo las frases ajenas de las historias del otro. Las tomo con delicadeza y con respeto, y prometo volverlas relato. Son fragmentos, pedacitos de vida. Por las noches imagino que, como niña pequeña, dejo caer sobre la mesa todas aquellas que he recolectado. Las observo, las valoro, las enumero y las guardo para al día siguiente contarlas como tesoro.
Otras palabras, las más fuertes, son las que se han ido acumulando en mis venas durante las semanas que han pasado en miércoles y jueves que no se escribieron. Por suerte, también los hábitos regresan a sus caminos, conocen sus espacios y comenzamos a encontrar estrategias. Hay hogares que llaman, que tienen que habitarse, y uno de los míos, aunque ahora sea a ojos cerrados, es la escritura