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Nací con los ojos rasgados y los rizos pegados a la cabeza. En esos años la sorpresa de la revelación final tras una espera de nueve meses indicó que era niña. No se acostumbraba a saberlo antes. “¿Qué ya tiene?”, preguntaron a mi mamá. “Varón”, respondió. “Pues ya tiene la parejita”. Mi papá, habiendo gozado de la dicha de un niño, deseaba otro. Otro igualito a él, con los mismos ojitos, la misma forma de la cabeza, el mismo carácter y la misma ternura.

Salí contraria a su deseo inicial. Lo que él no sabía entonces, es que bastaría cargarme por primera vez para enamorarlo. Verme igual a mi hermano y, por supuesto, orinarlo. Marcar mi territorio; mi mundo.

De él tengo mucho. Los ojos tristes pero pícaros, los pies a tiempos torpes, la broma rápida y el puño listo. Aunado a eso, por mis venas corre su maravillosa sangre y una debilidad amable por los nuestros. Soy afortunada por haberme resguardado en sus brazos y por tener su guía por la vida de una manera honesta y abierta. Y porque al caminar escucho de sus pasos todas las melodías que nos acompañaron de su mano por la niñez. También lo soy porque al mirarlo se le asoma el alma y me dedica sonrisas. Suertuda, suertudos mis hermanos, suertuda mi madre.

Para el escritor peruano Rafael R. Valcárcel, en el prólogo de Fragmentos de un padre, texto al que nos referimos hoy, su gran encuentro paternal fue cuatro meses después de su nacimiento. Su familia original, a la cual llegaba como sexto hijo, lo dejó a cargo de un pariente pues la comida no daba para una boca más. “En una de sus raras visitas a Arequipa, mis padres le pidieron que cuidase de mí. Me tomó en sus brazos, tanteó mi peso y me lanzó hacia arriba. Tres veces. Sin mueca de sonrisa ni nada semejante, les dijo: “Es posible que aprenda a volar”.

¿Acaso no es esta una forma intangiblemente hermosa de ser padre? Por supuesto que sí. Lo es quien cuida, quien protege, quien imperfecto proyecta hacia ti lo mejor que lleva dentro. Quien sabe exactamente cuánto mide la longitud de tus alas y aterrado, te deja volar. Abre la mano y cierra los ojos confiando en su dedicación.

Padres tenemos todos, de una forma u otra. Pero mirarlos, con transparencia total, ocurre en el instante mágico cuando los observas en la plenitud de su esplendor adornado por el paso de los años, y te reconoces como parte suya, como extensión de su alma. Lo miras y te sabes, en totalidad absoluta, la persona más afortunada del mundo.

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