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Si existe algo que rodea nuestra claridad mental en los últimos días es la lista interminable de cosas que debemos, podemos o necesitamos hacer, y sus contrarios, por supuesto. Miramos los días a través de ventanas que reflejan desde muy dentro toda aquella nueva cotidianidad que impulsa nuestros cuerpos a, de alguna manera, seguir luchando por nuestras vidas y por los nuestros.

No tocarse esto, lavar aquello, tomar cierta distancia y cubrirse la cara con la parte interna del codo/brazo como quien esconde sus impulsos internos por temor a que los demás puedan compartirlos. Hemos aprendido bien, o eso intentamos. Aun cuando por las calles miremos personas que llevan la desobediencia en una cara desprotegida.

Dice una señora que vende en el mercadito del Chembech que “esos que andan con el rostro desnudito no les importa el prójimo y merecen un castigo”. A lo que su cliente expresa que sí, que “es una barbaridad, medidas más fuertes necesitan ser tomadas”. ¿Pero cómo los castigarían? Pensé yo.

En los días siguientes, fortuito fue el encuentro con un cuento que, en una dirección contraria, probablemente, toma la desobediencia de una niña como la vía perfecta para forjar el carácter y educar el espíritu. ¿El método? El más incómodo de procesar. ¿El resultado? Predecible.

“La niña”, cuento del escritor estadounidense Donald Barthelme, cuenta la historia de una pequeña que desde su primer año de edad mostró un proceder incorrecto ante los ojos de sus padres: arrancaba las hojas de los libros y los destrozaba con tal frenesí que dicho comportamiento debía ser corregido. Entonces los padres decidieron que por cada página arrancada, Zara pasaría cuatro horas sola en su habitación con la puerta cerrada.

La confrontación fue difícil. Por un lado, los padres se repetían a sí mismos la urgencia de mantener las órdenes y cumplir con su palabra. Y por otra, los ataques infantiles de Zara prometían dar batalla a esos espíritus que la castigaban para someterla a reglas que jamás podría entender a su corta edad. Una de las partes tenía que ceder.

Entre discursos repetitivos y castigos fallidos, la realidad golpeó las mentes de los padres cuando se dieron cuenta de que si seguían con esas reglas inquebrantables, su hija saldría de la habitación el próximo año. Imposible.

Aquí, de nuestro lado y entre desobediencias ajenas, bastaría mirar cuánto se ha extendido nuestra “deuda” para darnos cuenta de que de alguna manera sí que hemos sido castigados.

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