Siempre fue octubre en mi garganta
El poder de la pluma
Entre los discursos que no queremos escribir está el último. El que marcará el pensamiento final que en el futuro se vestirá de recuerdo, y el que probablemente llevará todas aquellas palabras con las que seremos recordados.
No es fácil de expresar porque existen trampas que bloquean todo aquello que realmente se siente, y hacen que la voz manifieste significados vacíos que no alcanzan a decir lo que deseamos permanezca. Es un intento fallido por decir “esto es importante, no lo olvides, ¡es la esencia!” ¿Qué tal que la clave de la vida ya nos ha sido dada, pero se perdió en un aire de tristeza y en el umbral de los adioses definitivos?
Tus abuelos, tu madre, o tu padre; o quien se haya ido antes que tú, ha enunciado para ti todo aquello que ahora podría salvarte. ¿Dónde está esa ayuda ahora? Habría que escribirla, dejarla vivir por siempre, y mantenerla a mano, o al alcance de la vista. Quizá en un cuaderno preciado, o en el encuadre de trozos de madera que las sostenga en la pared para que durante todo el día, y en el mecanismo de la cabeza por buscar qué hora es, encontráramos esas últimas palabras con las claves de la vida que solo aquellos quienes se van alcanzan a decir, con un permiso superior de allá arriba. Del más allá o del más acá.
OceanVuong, escritor vietnamita-americano, ha dado el ejemplo fortuito que ante nuestros ojos se despliega con un título extendido para apretar el corazón: “A mi padre/A mi futuro hijo”.
Es una despedida como pocas existen. El autor marca sutilmente toda la intimidad de una vida que se acaba para inmortalizarla en versos. Se dirige a los sentimientos, al cielo, a los ojos, al amor, al oficio, a las preferencias, a todo lo que pasa cuando sigues respirando sin cuerpo, y a las instrucciones finales.
¿Qué se recordará? Dejo los versos más preciosos. “Me atraviesas como lluvia que se oye desde otro país. Sí, tienes un país”. “Una vez me enamoré durante un choque en cámara lenta”. “De los hombres aprendí a alabar el grosor de las paredes. De las mujeres aprendí a alabar”. “Sabe que nunca elegí el sentido en que las estaciones se suceden. Que siempre fue octubre en mi garganta y tú: cada hoja que se rehúsa a oxidarse”. “Encuentra el libro que dejé para nosotros, lleno de todos los colores del cielo que los enterradores han olvidado. Úsalo. Úsalo para probar que las estrellas siempre fueron lo que sabíamos que eran: las heridas de cada palabra mal disparada”.