Y cuando se vayan, llévense sus retratos

Julia Yerves Díaz: Y cuando se vayan, llévense sus retratos

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Es pequeño el espacio que habitamos al nacer. Físicamente podríamos caber en una cajita de zapatos, pero el significado de nuestra respiración ocupa la historia de vida de quienes han tomado parte para crearnos: papá y mamá. Hemos llegado para gritar por hambre y cada día que pasa es la renovación de un reto que verá fruto exitoso cuando se pueda afirmar que han crecido un ser humano valioso.

Aunado a eso, somos un coctel atemporal de todos los rasgos pasados que nuestros mayores sabrán reconocer como herencia. Personalmente, llegué tarde a la comprensión fría y consciente de la mezcla en la forma de mis ojos.

Del pasado sé muy poco a comparación de la historia que habrá vivido el abuelo de mi padre cuando en alguna edad incierta viajó con destino seguro desde Corea hasta Yucatán. Mi recuerdo está en su hijo y su esposa. Abuelo y abuela.

Por el otro lado, el de mi madre, la conciencia se mantiene un poco más fresca desde la vista que me daba estar sentada en la mesa de la cocina mientras mi abuela preparaba el almuerzo del día para dos chiquitos terroristas de plantas y una niña tímida con ojos tristones.

Recuerdo romantizar sus movimientos y aseguraba el hecho de que por su mente pasaba la existencia de mi abuelo, situado a miles de kilómetros pasando una frontera y hablando en tres idiomas durante el día: español, maya e inglés. Soy todo eso.

Jo Carillo, escritora y abogada, escribe en su poema “Y cuando se vayan, llévense sus retratos”, una relación de la mirada que se tiene sobre lo exótico de su existencia chicana y las equivocaciones que sus otras “hermanas gringas”, como ella expresa, tienen sobre lo que su herencia no escogida representa.

Lo que para Jo es la dificultad rastreable que permanece desde sus ancestros hasta su vida personal, para sus hermanas gringas se trata más bien de la resiliencia humana y la lucha romantizada, aceptable para ellas, del ser humano.

Son entonces perspectivas dolorosamente diferentes que la autora toma como dinámica al saberse representada en esas fotografías o afiches de mujeres fuertes cargando niños de todos colores, con pañoletas bajo el sol, o sosteniendo machetes en la mano.

A veces resulta necesario poner un punto final, silencioso y contundente, tras el comentario erróneo de quien nos mira con fascinación a lo diferente, pero ya teniéndonos cerca se puede sentir más bien incómodo.

¿Debemos defender lo que corre por nuestras venas? Por supuesto.

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