La cabeza pegada al vidrio
El poder de la pluma.
No sabemos en qué momento nos llegará el próximo recuerdo. Es como si nuestros días transcurrieran a la espera de un pensamiento de tiempos lejanos que promete asomarse y poco a poco apoderarse de nuestro humor por lo que resta del día. De pronto nos perdemos en el gotear del agua, pero no es eso lo que gobierna la mente. No es esa caída rítmica de líquido transparente que se pierde en un pequeño mar de gotas en el suelo; sino que se trata de una persona, alguien con nombres y apellidos que aparece en la mente. Y ahí se queda.
Basta un buen verso o un párrafo deliciosamente escrito para ponernos en el humor de recordar y asociar. Por ejemplo, si en letras leo el mar, pienso en mi abuelo y todo cuanto amó entre los peces y el agua. Así como mi abuela, al rodearse de tanto sol, piensa solamente en un poco de sombra. Son como cadenas de pensamientos libres que vuelan muy dentro de nosotros, encontrando refugio en los lugares más inesperados de la memoria. ¿Qué dirías si te cuento que para el personaje principal del relato que hoy nos ocupa esos recuerdos de los que hablamos antes radican en la imagen de un hombre horrible?
En “La cabeza pegada al vidrio”, de la autora argentina Silvina Ocampo, conocemos la historia de Mlle. Dargére, una señorita mayor que era responsable de un orfanato fundado a orillas del mar. También guiaba el cuidado de una “colonia” de niños pobres que contaban con una rutina envidiable: comer, dormir, educarse y bañarse en el mar bajo los cariños de mademoiselle Dargére.
Para todos los que la rodeaban, su existencia signi caba bondad. Sin saber que noche tras noche, Mlle. Dargére sufría un insomnio terrible, pues desde su ventana un hombre en llamas la miraba hasta el punto de privarla del sueño. Tenía miedo, ¡naturalmente! Pero bien dicen que a todo se acostumbra uno.
Un día, que coincidió con la ocupación de la playa por parte de un grupo de ancianos, Mlle. Dargére no encontró al hombre que la miraba. El solo hecho de dirigir la vista hacia la ventana, la hacía pensar en él y cuestionarse su ausencia. Al día siguiente, el hombre apareció de nuevo para poner un rostro a los recuerdos de ella. ¿Es que las ventanas serían ahora el sitio de sus apariciones?
Como ella, tendríamos que aguardar con paciencia ese próximo recuerdo que vendrá a ocuparnos. Ya sea entre reflejos en la venta, gotas de lluvia, o unos días que han perdido el nombre; al igual que Mlle. Dargére, sólo nos queda esperar.