El viejo que hacía florecer los árboles
El poder de la pluma.
Los últimos días, semanas y meses han transcurrido entre un vértigo que cada vez debilita más el espíritu, al mismo tiempo que consume lo que queda de entereza.
Las mentes están llenas de esfuerzos para evitar contagios y protegernos de lluvias torrenciales que crean inundaciones en el alma, cargadas de esa humedad molesta que también es- tamos llevando por dentro. Necesitamos pausas.
En “El viejo que hacía florecer los árboles” estamos frente a un cuento popular japonés que, a pesar de no tener el nombre de una persona que lo respalde, encontramos que su veracidad está en los hechos universales de todo cuanto acontece y que podemos reconocer como acción humana.
Así, el relato comienza con el rescate de un perro. Un viejo leñador iba en dirección a su labor diaria cuando se encuentra con dicho animal en las peores condiciones físicas. Lo toma en sus brazos, lo envuelve en la tela de su kimono y lo lleva a su esposa para posteriormente cuidar de él y adoptarlo. El tiempo transcurre y, como en las historias de infancia, sabemos que los actos de bondad son remunerados de alguna forma.
Un día el perro comienza a ladrar con frenesí para indicar algo a su dueño. Se trataba de un sitio debajo de la tierra del que brotaron monedas de oro. Tal fue el asombro de su amo y el alboroto del perro, que su vecino notó lo que sucedió y decidió sacar provecho de ello. Tomó prestado al perrito y lo obligó a señalarle otro sitio para sacar monedas de oro. Ante la confusión del animal, el vecino lo golpeó brutalmente y horas más tarde murió.
La pareja de ancianos buscó honrar la vida de Shiro y plantaron, junto a su tumba, un árbol que creció a tiempo acelerado. De él hicieron un mortero para hacer pastelitos de arroz y así alimentar el recuerdo de su perro; surgieron otras monedas de oro.
Dentro de su incredulidad, un día dieron prestado el mortero al vecino y al no poder obtener oro, lo quemó. El viejo leñador recogió las cenizas y dirigiéndose a su hogar, miró cómo a su paso el aire hacía volar ese polvo no que, al aterrizar sobre todas las ramas, hacía florecer los árboles. Fue un guiño de la vida diseñado sólo para él.
Hay algo mágico en los relatos que logran llenar la mente de colores amables. Se aprecia el arte de la palabra, por supuesto; pero también el arte de mover, de hacer sentir. En ocasiones, no necesitamos de grandes maniobras para el alivio interno; basta una historia linda y el corazón dispuesto.