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Mis manos en las suyas apaciguan por un instante la angustia de un sobresalto, no puedo evitar notar que ha crecido, el tiempo ha pasado desde sus primeros días, ahora me habla de futuros, mientras compartimos unos tacos en una efeméride quizás innecesaria. La paternidad, así como la maternidad, debiera ser un acto cotidiano, no una ocurrencia del mercado o una fugaz conmemoración que disfraza las ausencias.

No sé si con el paso de los años uno se hace sabio, pero creo que indudablemente en ese ir y venir de los días, con sorpresa o de forma esperada, uno se da cuenta de cuán grande es aquello que aún no comprende, y no oculto que es complejo hacerlo si por siglos se nos codificó en la mente una serie de supuestas “verdades” sobre lo que debíamos ser al volvernos padres. No tengo respuestas mágicas y no asumo las escusas de otros como mías, pero sí reconozco que los procesos de deconstrucción conllevan más que enunciados en las redes o reuniones sociales. Ese urgente proceso es un compromiso con nuestros seres amados y, sobre todo, con uno mismo y con la humanidad entera.

El reclamo feminista por una nueva humanidad que hace hincapié en la necesaria destrucción de la vieja masculinidad y la construcción de una nueva -como parte de un proceso de cambio radical- tiene una vigencia innegable al observar las cifras que siguen lacerando la vida de millones de infantes en el mundo y de igual o mayor cantidad de mujeres que se ven forzadas a asumir en su totalidad una responsabilidad que por naturaleza debe ser siempre compartida.

Leo todos los días información sobre feminicidios, violencia sexual contra mujeres (niñas y/o adultas) cometida por familiares de las víctimas, padres deudores y/o ausentes, así como también sobre aquellos que abusando del poder violentan los derechos de los infantes y de las madres separándolos sólo por venganza o por condición de alguna herida infantil no tratada por especialistas -y no exagero-, esas figuras que tendrían que ser de amor y acompañamiento, de ayuda y soporte, se convierten en imágenes de dolor que se quedan marcadas en las vidas de las hijas y los hijos que han sufrido por el maltrato del padre. En resumen, leo cotidianamente sobre hombres violentando a mujeres (principalmente) y a otros hombres, y sé que no debo generalizar, pero también resulta incongruente callar ante lo que todas y todos ya sabemos.

No sé si la deconstrucción de nuestras masculinidades nos lleve a ser mejores que otros –creo que no es una cuestión de aritmética-, pero sí sé que las nuevas masculinidades, y por tanto las nuevas paternidades, nos deben llevar por caminos absoluta y totalmente diferentes a los recorridos en los ejemplos mencionados con anterioridad, es decir, las nuevas masculinidades tienen como finalidad dejar atrás todo lo que lacera a la humanidad y poner muy en alto la bandera de una nueva realidad surgida entre las cenizas de aquello que nunca debió ser.

El reto no es hablarlo, es llevarlo a la práctica, como dijera José Martí en su conocida frase que refiere: “Hacer es la mejor forma de decir”. Por ahora, tomo de nuevo sus manos tratando de apaciguar sus temores -que son también míos-, siento su latir propio de la adolescencia, y confió en poder estar mientras lo requiera, aunque el tiempo pase…

 

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