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En los últimos años, una de las ideas más arraigadas en el mundo de la cultura, específicamente en el campo de las letras, ha generado nuevas interpretaciones que la ponen ante el ojo crítico. ¿Qué leemos y por qué?, es uno de los cuestionamientos que van directos a la raíz del canon literario que durante muchos, pero muchos años, aseguró que era indispensable leer a los escritores y escritoras (sobre todo hombres) considerados clásicos cuyas obras “marcaron” el desarrollo de la cultura escrita.

Hoy, esta “verdad” es cada vez menos aceptada, aunque se conserva vigente entre los centros académicos e intelectuales que buscan “mantener” su statu quo. Las nuevas formas de comprender la lectura -que dicho de paso van más allá del libro-, han posibilitado superar viejos esquemas que durante mucho tiempo limitaron el acercamiento de importantes sectores de la población al acto lector, esa idealización que asocia al lector o lectora con la erudición, fue causante de una suerte de imaginario social que terminó encasillando –para bien o para mal- a quienes se dedican o se acercan a las letras. Esta misma idea, permea los discursos sobre la lectura y las estadísticas que refieren que en países como México no se lee, pues si los parámetros de la lectura son la erudición y una suerte de pose intelectual, es evidente que la mayoría de la población no accede a esta práctica sacralizada. Y claro, esto aunado a la realidad de que los libros y demás soportes de la lectura suelen significar una fuerte inversión en una sociedad donde la precariedad está a la orden del día.

Naturalmente nos referimos a la lectura que escapa de la obligatoriedad de la enseñanza, no se trata del consumo de aquellos textos que forman parte del currículo escolar, sino que hablamos de la lectura como un acto de libertad, el cual puede manifestarse en procesos de investigación académica como en la búsqueda de espacios de intimidad y confort personal (individual o compartido), a fin de cuentas, el ideal pretendido nos conduce a que cada quien debiera saber qué leer y por qué, o al menos creemos que así debería ser. Lo anterior, nos lleva a la base de las nuevas interpretaciones sobre el acto lector, debido a que, si lo concebimos como una acción de libertad, entonces también la afirmación que indica que cada quien deber leer lo que le plazca, sin importar el juicio o prejuicio que le rodee, se convierte en la nueva directriz que rompe con el canon e inaugura una época donde la lectura no se limita a las letras, sino que se eleva a la deconstrucción del mundo de los signos que nos rodea.

Quizás fue en ese sentido que Virginia Woolf, en uno de sus escritos que componen su libro “El lector común” (1932), puso en tela de juicio a la lectura, o más bien, a quienes la practican, anteponiendo al “lector académico” –caracterizado por esa idea de erudición- el “lector común”, quien “lee por placer” y “le guía sobre todo un instinto de crear por sí mismo”. Así, la lectura como un acto de honestidad con nosotros mismos, permite acceder al gusto y placer sin límites, pues es semilla de libertad y como la propia Virginia indica: “El único consejo, de verdad, que una persona puede dar a otra acerca de la lectura es que no se deje aconsejar, que siga su propio instinto, que utilice su sentido común, que llegue a sus propias conclusiones”.

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