Margarita o el poder de la farmacopea
Julia Yerves: Margarita o el poder de la farmacopea
Esa pulsión de cobijar y cuidar al que parece necesitarlo debería considerarse una virtud obsesiva. No a cualquiera le sale. Para algunos basta presentir el peso del dolor en la voz de la gente cercana a nosotros para disponer de la energía que no tenemos y del tiempo que ignoramos como propio y entonces regalarlo y dirigirlo al bienestar del otro. Se trata de un arte. El arte de abandonarse por momentos.
¿Será un instinto? Cuando era niña me desvivía por cuidar a mis hermanos menores. Por supuesto que no sabía lo que significaba desvivirse ni las consecuencias que eso traería en el futuro mal hábito de querer salir de mi cuerpo para poder abrazar otro. Entonces compartía dos cincuenta de mis cinco pesos totales que alcanzarían para dos jugos y una bolsa de botanitas con diez frituras por dentro. Listo. Me sentía enorme frente a la señora de la tienda en el centro cultural vespertino aunque mi cabeza apenas llegaba a la meseta. Julia, la proveedora, la solucionadora del dinero perdido en las manos de una hermanita despistada.
“Margarita o el poder de la farmacopea”, del autor Adolfo Bioy Casares, narra la fantástica historia de un abuelo con tendencias curanderas que poco pudo hacer para evitar involucrarse en el extraño caso de una nieta enfermiza con semblante pálido y cuerpo frágil que daba todas las señales de reunirse pronto con los ángeles.
Su hijo, y padre de la niña, estableció una relación incómoda con él cuando le dijo de pronto: “A vos todo te sale bien”. En la frase había un resentimiento doloroso de aceptar y también la proyección frustrada de quien no supo llegar ni a los talones de un padre jefe de laboratorio que con sus fórmulas había conseguido el triunfo y reconocimiento farmacéutico. En una pulsión predecible, el abuelo decidió idear una fórmula para ayudar a su nieta y con suerte reparar la relación con su hijo.
Fue un éxito. El Hierro Plus corría en el sistema de la niña quien pronto mostró un buen semblante. Engrosó, tenía una vitalidad renovada y mucha, mucha hambre. Un mal día, el abuelo bajó a desayunar y la encontró satisfecha entre alimentos dulces y sangre; se había comido a su familia.
Bajo los tonos de una voz que pronto se apagaría, el hijo, con el mismo tono de resentimiento y reproche, dijo: “Margarita no tiene la culpa.” ¿El abuelo hizo mal? ¿No le correspondía reponer los daños ajenos? Quizás, como algunos de nosotros, debió evitar el arte de abandonarse por amor.