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Si pensamos en nosotros mismos y en los otros simplemente como cuerpos, bastaría una mirada profunda para notar que muchos estamos rotos. Buscamos el pegamento adecuado, por supuesto, queremos remendarnos. Y lo hacemos casi como instinto de supervivencia porque de lo contrario el andar supondría una sensación de comenzar a dejar las partes vitales que nos conforman por la calle y, ¿quién las recogería? Probablemente nadie.

Entonces nos pegamos el corazón con palabras, mantenemos unidos los dedos de las manos a partir de las caricias de los nuestros, reforzamos los pies con la sensación del agua sobre ellos, procuramos que los ojos no se cierren para siempre en un engaño de mirar todo lo bello que nos rodea y obviar todo aquello que nos duele a la vista. Muchas veces, como seguramente has sentido, esa fragmentación deja surcos tan profundos que pareciera que no pueden llenarse y es quizá el momento menos adecuado para confiar en el “tal tiempo” que todo lo cura; que todo lo pega.

 Para Robert Frost, poeta estadunidense, las circunstancias de la vida fueron un constante intento por romperlo hasta al punto de encontrar su esencia humana tan fuera de él mismo que siempre pareció estar al borde del colapso; estaba demasiado roto. Las desgracias danzaban alrededor de él y la depresión consecuente y genética se colgó de sus pestañas para nublar todo cuanto miraba, dejando solamente espacios libres para que entrara la poesía en forma de luz y lo mantuviera con vida, “pegado”.

En “Hacia mí mismo”, un poema profundo y sutil, encontramos esos guiños que formaban parte de su cotidianidad: la relación entre él y lo que le rodeaba, y la profundidad que nacería de los pensamientos producidos desde una enajenación voluntaria que sabría justificar con valentía: “No veo por qué yo debería volver, o por qué los otros mis pasos deben rastrear para alcanzarme, pues deberían extrañarme, sabiendo largo tiempo que todavía los amo.”

Frost, como muchos de nosotros, encontraba la unión de su interior en la lejanía física. Esa que solamente se puede explicar como el último intento para salvarse y que lejos de significar abandono, suponía más bien un encuentro con voces de lucha en solitario para regresar triunfante después de que la batalla terminó. La promesa, que podríamos imitar, es la de saber luchar sin ayuda y con tan solo la fuerza interior cuya magnitud no conocemos, pero pronto, y con suerte, experimentaremos mirando hacia uno mismo.

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