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Qué ardua puede ser la tarea de nombrar algo. De tomarse el tiempo para mirar de cerca todas aquellas características que dan indicios de un distintivo que vaya de acuerdo a la forma de las manos, a la manera de caminar, a los primeros tonos de un llanto agudo y potente al nacer, o a la continuación tradicional de seguir nombrando generaciones que se perpetúen entre nuevas versiones humanas de una misma sangre.

En mi familia hay muchos Alejandros, Hugos, Marios, Marías y Mirzas. La explicación por la repetición corresponde solamente a quienes decidieron buscar ese patrón precioso y digno de mantenerse. De mi lado, mi padre y hermano son dos Hugos con fuerza, con la palabra pronta y el puño ágil; totalmente compatibles. Mi madre y hermana son Marías y la relación es obvia porque sus ojos brillan con intensidad idéntica. Yo no sé muy bien por qué me llamo Julia Adriana y honestamente siempre me acecha esa otra identidad posible que resulta de algún instante probable en el que pude haber sido Ana María; probablemente escribiría diferente.

En “Olikoye”, cuento de la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, conocemos la historia de un nacimiento narrado en dos tiempos, uno presente y uno pasado. El primero corresponde al instante crucial cuando una mujer que ha esperado por nueve meses rompe fuente y sabe que lo que sigue cambiará todo: se trata de su primer hijo. El segundo tiempo se presenta en la explicación de la elección del nombre.

En el pasado, cuando la mayoría de los bebés que nacían en Nigeria vivían minutos u horas, no se hablaba de una solución, sino que se apostaba por la maldición de aquellos espíritus que enfermaban los cuerpos de las mujeres. Entonces los niños nacían con la mirada apagada, los bracitos flojos y las telitas para envolverlos y enterrarlos listas.

El padre de quien narra había sido chofer del primer ministro de salud, Olikoye RansomeKuti, un hombre y un nombre que pasaría a la historia por llevar vacunas a las aldeas para asegurar partos exitosos; así fue. Las nuevas generaciones de bebés llegaban gritando con los ojos llenos de futuro.

De vuelta al tiempo presente y con la lluvia sirviendo de arrullo para los últimos momentos del parto, la madre recordaba cómo el ministro había deslumbrado a su padre con una vacuna para su esposa, lo que permitió que ahora llegara Olikoye, un niño que representaba no solo la gratitud, sino la oportunidad de vivir gracias a un líquido apenas medible en una jeringa

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