Crónica del terremoto de 1985
Hortensia Rivera Baños: Crónica del terremoto de 1985
19 de septiembre de 1985, 7:00 am, la vida en la Ciudad de México se desenvolvía rutinariamente. Amas de casa terminando de alistar los niños para llevarlos a la escuela, cientos de personas sumergidas en el transporte público con la modorra, la ansiedad y desvelo de una mañana cualquiera. Por otro lado, las camas de distintos hogares estaban ocupadas aún, por la ensoñación de la mañana. En los hospitales deambulaba la estampa gris de la enfermedad y, en medio de todo, el personal médico cumpliendo sus obligaciones habituales.
Distintos escenarios, vidas y circunstancias en una misma ciudad, zambullidas en ese remolino tradicional de la existencia. El reloj se acercaba sin saberlo al inconfundible aroma de la muerte, envuelto en tragedia y desesperanza. En punto de las 7:17:49 am inició un movimiento telúrico, con epicentro localizado en el Océano Pacifico, frente a las costas del estado de Michoacán en sus límites con el estado de Guerrero.
Lo que comenzó como un temblor rutinario se convirtió, en instantes, en un terremoto de magnitud inusitada. Dando las 7:19 am en la Ciudad de México, la onda sísmica arribó sin contemplaciones. La atmósfera que se respiraba en el centro de la ciudad se vio invadida por una nube de polvo, gritos y llanto. 8.5 en la escala de Richter y sus 120 segundos de duración con movimientos trepidatorios y oscilatorios fueron la mezcla perfecta para la peor tragedia que ha vivido nuestra hermosa capital.
Los que tuvimos la desgracia de presenciar este fenómeno de la naturaleza tenemos grabado en la memoria el crujir de la tierra mientras abría paredes y derribaba edificios, en cuestión de segundos construcciones emblemáticas se vinieron abajo. Esa mañana, mientras me dirigía a la Secretaría del Trabajo y Previsión Social donde yo laboraba, el transporte público se vio afectado, de tal manera que al bajar en la estación del metro Balderas me percaté del tamaño de la desgracia.
La gente corría en un desespero por salvar su vida, y eso me orilló a correr hacia mi lugar de trabajo, al llegar ahí, supe que el pequeño retraso que viví en el transporte público me salvó la vida, me detuve impactada en la esquina de Rio de la Loza y Dr. José María Vértiz frente al edificio que por tantos años cargó mi vida laboral, no había nada, estaba convertido en una pila de escombros. Fue inmediata la zozobra al pensar en mis compañeros de trabajo, que fieles a la puntualidad llegaron minutos antes de la 7 de la mañana: una gran amiga, embarazada y a nada de pedir sus dos meses de incapacidad previa a su alumbramiento, quedó sepultada. Un compañero que estaba por jubilarse, de igual manera, quedó bajo los escombros, y como ellos montones de historias de personas enterradas que encontraron la muerte esa mañana de septiembre.
Viene a mi memoria la reacción del entonces secretario del trabajo y previsión social, Arsenio Farell Cubillas, que, muy lejos de una muestra de solidaridad ante la desgracia, ordenó en las labores de rescate dar prioridad a la recuperación de expedientes, antes de salvar a los trabajadores desaparecidos bajo los escombros.
La cifra exacta de muertos que dejó el terremoto sigue siendo desconocida. Esta tragedia cambió la cara de una ciudad, transformándola en un despertar de conciencias y solidaridad de sus habitantes ante la tragedia, dejando de lado, desde luego, las maniobras oscuras tan características de los políticos de nuestro país.
A partir de 1985 se adoptó una cultura de protección civil y protocolos de acción que hasta el día de hoy se han ido mejorando.