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Las voces mayores no suelen equivocarse. Incluso cuando quien recibe sus palabras quisiera ir en contra de todo lo que han dicho, hay algo en su forma de hablar que no da espacio a la duda. Se trata de sentencias, visiones del futuro y remembranzas pasadas. Quizá lo verídico de su expresión venga de esa sabiduría que se alcanza después de muchos años, cuando ya se ha vivido lo suficiente y todo cuanto sucede puede ser nombrado.

Mi abuelita, que en paz descanse, tenía el don de ahorrarse palabras y solamente usar expresiones faciales para decir lo necesario. Si torcía la boca hacia un extremo derecho, todos alrededor entendían la desaprobación de cualquier tema en curso: la hora de tomar sus medicinas, una comida que no era compatible con su antojo, o incluso una persona. Recuerdo que mucho tiempo después de una decepción amorosa mía, no solamente torció la boca, sino que también cerró los ojos y levantó las cejas, ¡qué gravedad del asunto! No me dolió que tuviera razón, más bien me alivió.

En “Un día perfecto para el pez plátano”, de J. D. Salinger, estamos frente a una historia que promete crecer a través de la sabiduría paternal, la claridad de las circunstancias, y también la debilidad justificada del ser humano.

Muriel y su esposo, un joven veterano de la Segunda Guerra Mundial, se encuentran de vacaciones en Florida. En el hotel, tienen vidas separadas. Él pasa el día en la playa relacionándose únicamente con los humanos más pequeños, esos que no están contaminados con los horrores de la guerra. Y ella, con mentalidad tranquila y ausente, agradece la superficialidad de las cosas y el hecho de que su esposo, tan completo por fuera y deshecho por dentro, esté a su lado de nuevo.

Un día, tras haber convivido con una niña y haberle contado de la existencia del pez plátano para recibir sonrisas y un avistamiento confirmante de la veracidad de la especie, el esposo retorna al cuarto de hotel donde Muriel toma una siesta. Momentos antes, los padres de la mujer expresaban su preocupación por las actitudes del esposo, quien actuaba errático en momentos que ellos, conocedores de todo, nombraron clínicamente como signos inequívocos de estrés postraumático.

Estaban en lo cierto y poco pudo hacer Muriel para defender lo contrario. De haber confiado aun cuando las palabras fueran duras de aceptar, quizá sus vacaciones habrían terminado de otra forma. Las voces mayores tienen verdad; pocas veces se equivocan

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