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Ramón Amaya Amador fue uno de los mejores novelistas hondureños, es conocido por sus ideas liberales y revolucionarias. Luchó contra las injusticias sociales y su obra literaria ha sido revalorada en años recientes.

Su máxima novela es “Prisión Verde”; se leía de manera sistemática en las escuelas de Honduras al igual que “Canek” en Yucatán. El libro nos narra la lucha de los trabajadores campeños en los llamados “bananales” del litoral atlántico; su lucha diaria para ganar el sustento, ante un trabajo esclavizante que no tenía ningún tipo de protección social.

Ramón Amaya Amador lo vivió en carne propia, ya que en una época tuvo que ganarse el sustento en los campos bananeros, fue trabajador en uno de los oficios más riesgosos que existían en los años cuarenta del siglo XX. Fue “venenero”, se encargaba de regar el veneno en las matas de banano, un trabajo peligroso, normalmente un campeño no vivía más de dos años, pues su organismo se envenenaba completamente, por suerte nuestro autor trabajó poco tiempo en dicho oficio, después pudo dedicarse a la labor literaria, medio en el cual se ganó muchas enemistades, tanto en el gobierno como en las compañías bananeras.

La obra “Prisión Verde” tiene partes poéticas que describen esa tierra verde de montañas y valles que es Honduras en América Central.

Estos son algunos párrafos en donde Máximo Luján, el protagonista de la historia, platica con su mujer llamada Soledad y ella le dice:

“¿Ves aquella quema? –le muestra en línea quebrada y roja en dirección a las montañas de occidente, mientras recostaba su cabeza en el hombro del amado, –allá largo, bien largo, en las crestas por donde se acostó el sol. Allá es mi rancho, mi tierra; allá vive mi nana y está enterrado mi tata; allá nací y me crie. Conozco todas las faldas y las hondonadas; sé dónde hallar los venados y los tepezcuintes. Conozco los terrenos de los “jamos” (iguanas) y dónde se juntan las pavas para empollar; dónde hay cabezas de teocinte y dónde hay barro bueno para hacer tinajas y comales. Te puedo decir cómo son todos esos lugares, quienes son las gentes que los pueblan y de quién es cada rancho, cada cosa. Allá es mi tierra, Máximo: ¡MI TIERRA! –¡Ay, Máximo, ¡tu sabana no es ni la sombra de mi montaña! ¡Hay neblinas en las mañanas; hace frío en todo tiempo y cuando sale la llamarada del sol, hay pájaros a montones, y dan ganas de correr falda arriba, falda abajo, ¡dando gritos o cantando! ¡Y los atardeceres, cuando ya todas las gentes están en sus ranchos y las hondonadas se van comiendo al día, qué sentimiento de paz revuela en las almas! ¡Y las noches como ésta! –¡no hablemos de las otras de luna clara y olor de clavelina, cuando la gente de rancho a rancho, desea decir cosas hermosas! –parece que con sólo estirar el brazo se juega tocando luceros! ¡Ay Máximo, no sabés la voz de la montaña!

–Es verdad, Sole yo no conozco esa voz... 

Sole, recostada en el hombro de Máximo, miraba hacia occidente abstraída en aquellos puntos de fuego en línea quebrada que debían ser un gran incendio en un pinar de la montaña. Máximo estaba verdaderamente sorprendido porque era la primera vez que la india le hablaba con tanta soltura. – Quieres irte porque no eres dichosa. ¿Y quién es dichoso aquí? Los campeños vivimos en desgracia, somos la propia desgracia”.

“Prisión Verde”, una obra de lectura obligada en Centroamérica, sobre todo para las nuevas generaciones.

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