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Únicamente regresamos al pasado a través de quienes lo conocían, pero puedo imaginármelo: pantalón ajustado de casimir negro con botonadura de plata, chaqueta o blusa de holanda, gazné a cuello, zapatos de una pieza, espuelas de las llamadas amozoqueñas y pistola al cinto.

Montando algunos de sus finos caballos con los arreos tradicionales de un charro, mirada profunda, producto y experiencia de la convicción de quien era hijo del campo mexicano. Nació en el estado de Morelos pero murió por defender los derechos de todo un país.

En unos días se celebrará el centenario del asesinato del caudillo del sur, Emiliano Zapata, líder del Ejército Libertador del Sur pero guía para quienes aún soñamos con la reinvindicación de la tierra como una condición fundamental para el desarrollo.

Asesinado a traición por el coronel Jesús M. Guajardo, Zapata murió no peleando contra el gobierno de Venustiano Carranza, sino contra todo un sistema que lo consideraba un peligro para su status quo, ésa que sacrifica el bienestar de toda una Nación por los intereses de unos cuantos.

Se cumplen cien años, pero su muerte sirvió para reforzar los ideales de peones, jornaleros, arrieros, pequeños comerciantes, sectores rurales, pero sobre todo, de una sociedad que reclama la vigencia de la justicia social.

Esa deuda histórica aún pendiente del Estado hacia su gente, y cuya lucha zapatista fue encarnada a posteriori por Rubén Jaramillo y en ciertas organizaciones como la Coordinadora Nacional Plan de Ayala y otros movimientos defensores del campesinado y los derechos humanos.

El antihéroe – Zapata – ya no está, pero el llamado persiste, especialmente en un mundo convulsionado, transfigurado cada vez más por la influencia de los grandes capitales nacionales e internacionales; se viene en ciernes la posible construcción de un tren maya, megaproyecto que tendrá impacto sin duda en los pueblos originarios.

Zapatismo es más que una imagen, ésa que durante muchas décadas, fue pervertida para usos políticos, utilizado hasta la saciedad para convertir al ejidatario en una cuota clientelar, aprovechándose de su nobleza, propia de las raíces de sus orígenes.

Horacio Crespo Gaggioti, investigador de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos menciona que el artículo 27 de la Constitución de 1917, tenía una contradicción fundamental porque “por un lado reconoce el derecho a la propiedad social de la tierra para quienes la trabajan directamente, es decir las comunidades, pero a la vez otorga al Estado la administración total de los recursos de la nación, incluida la tierra y el agua. De ahí viene la estructura de manipulación y control”.

El núcleo y eje, entonces, para la independencia auténtica, es y será la autonomía de los pueblos, como una herramienta para terminar con la desigualdad y marginación de millones de mexicanos, necesario un modelo de reconstrucción social, partiendo del diálogo entre las partes.

Recuperar las tierras de los grandes grupos monopólicos, haciendo que el actor principal sea la comunidad por medio de una auténtica reforma agraria, proceso inacabado aún a décadas de su instauración institucional.

Dejemos de pedirle disculpas a España o de polemizar con los Estados Unidos respecto a una barrera de concreto; México tiene y cuenta con los recursos naturales suficientes y materias primas necesarias para salir adelante en el contexto internacional.

El cambio (los cambios) vienen primero desde adentro, desde el marco normativo, regulatorio y aplicativo, con transparencia, sin corrupción. Nuestro campo tiene la solución, el legado de Zapata fueron sus ideas.

Finalizo con unas palabras que Emiliano Zapata le redacta a Gildardo Magaña: “yo estoy resuelto a luchar contra todo y contra todos sin más baluarte que la confianza, el cariño y el apoyo de mi pueblo”.

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