La IA y los humanos: más conocimiento, pero menos diálogo
La Inteligencia Artificial (IA) se ha hecho popular y parte de la vida, sin el escándalo que se preveía en películas o libros de ciencia ficción...
La Inteligencia Artificial (IA) se ha hecho popular y parte de la vida, sin el escándalo que se preveía en películas o libros de ciencia ficción. Paso a paso, esta tecnología encontró un nicho productivo, tal como ocurrió con otros aparatos y formas de hacer las cosas.
Evidentemente, esta tecnología no está exenta de controversia, tanto por su empleo profesional como por su uso casual. El caso más evidente es el primero: ¿hasta dónde podemos dejar una tarea en manos de un algoritmo? Pero incluso esta problemática no ha sido suficiente para detener el avance y adecuación de la IA en el área laboral.
En el ámbito social, encontramos dudas preconcebidas sobre la ética y el peligro de la enajenación mental ante un producto digital capaz de resolver casi cualquier duda. Debido a nuestra proverbial falta de moderación frente a un producto novedoso, corremos el peligro de no ser capaces de filtrar la información y dar por sentado que la respuesta de la IA es la única solución posible.
Sin embargo, aparte de esta problemática, hay un aspecto del que se habla poco, pero que es igual de preocupante: un subproducto de la IA, la ruptura con la realidad.
La IA —al menos la que encontramos al alcance del smartphone y la web— abre una interesante oportunidad de resolver nuestras dudas más simples o complejas sin apenas necesidad de hablar: simplemente escribimos un “prompt” que nos generará una respuesta que, si no es del todo satisfactoria, podemos reenfocar con una orden de menos de dos palabras.
Pero… ¿qué pasa cuando volvemos al mundo real?
Expertos han señalado la interesante problemática que genera el hecho de mantener diálogos con un ente digital sobre el cual no tenemos la necesidad de “agradar” o cuidar. En otras palabras, el uso de IA no nos aleja del conocimiento, sino de la capacidad de socializar y dialogar. Nos guste o no aceptarlo, es mucho más sencillo escribir (o dar una instrucción de voz) a un algoritmo que no se queja, que buscar el tiempo y las palabras adecuadas para dirigirse a un interlocutor que, a su vez, debe tener las mismas consideraciones con quien le pregunta.
A la larga, si esta situación no se reflexiona, podríamos perder la capacidad de entablar relaciones personales cercanas, porque (repetimos) es más sencillo lidiar con un algoritmo que no siente ni replica, que con un ser humano al cual se le debe respeto para que nos respete.
Vamos, viviríamos encerrados en una caja de resonancia, llena de dudas resueltas, claro está, pero sin la capacidad de discernir un punto de vista distinto al nuestro.
Y ahí sí tendríamos el problema que se plantea en películas y libros de ciencia ficción: una sociedad con inteligencia, pero artificial.