El avión presidencial
En una reciente serie de televisión escuché al Primer Ministro de Inglaterra (1970-1974) Edward...
En una reciente serie de televisión escuché al Primer Ministro de Inglaterra (1970-1974) Edward Heath enfrascarse en una acalorada discusión, en el palacete del No. 10 de la calle Downing (residencia ancestral de los Primeros Ministros), con el líder del sindicato de mineros, cuya lucha en contra del gobierno y en reclamos de mejoras salariales llevó a Gran Bretaña a su peor crisis energética desde la Segunda Guerra Mundial. El minero espetó al aplomado premier su ignorancia de la miseria mientras se paseaba por esos grandes salones. Heath, pausado y tranquilo le replicó al sindicalista que su origen era incluso más humilde que el suyo propio y que su infancia estuvo plagada de miseria y carencias. Que esos grandes salones no eran suyos, eran del pueblo y su magnificencia se debía a la veneración religiosa que la nación británica daba a su democracia y a sus instituciones.
En resumen, El Número 10 de Downing, El Capitolio de Washington, El Reichstag de Berlín y nuestro bello y majestuoso Palacio Nacional se mantienen y se preservan con amor por tratarse de representaciones tangibles de nuestro respeto por las instituciones y nuestros sistemas de gobierno. Del mismo modo, la imagen del presidente no es de tinte monárquico ni dictatorial pero el protocolo y la parafernalia que rodea la investidura del ejecutivo nacional debe respetarse y preservarse. Por ese motivo, la sede presidencial es en Palacio Nacional, las recepciones presidenciales y protocolares se hacen en el patio de ceremonias e igualmente, el Presidente no debe viajar en comercial.
La decisión de literalmente desechar un avión presidencial no se debe en lo más mínimo a ningún análisis económico, el avión fue adquirido con inmejorables condiciones comerciales y se trata de la aeronave comercial más económica de operar por kilogramo transportado de la historia.
Sin dejar de mencionar el hecho que, por tratarse de un Boeing-787 Dreamliner, su fuselaje y la gran mayoría de las superficies de control están hechas en fibra de carbono; lo que lo convierte en virtualmente incorruptible y no estará sujeto a la degradación del tiempo que azota al duraluminio del que suelen estar fabricadas las aeronaves.
El avión no lo tiene ni Trump, porque él tiene dos y del doble del tamaño, y hablando con propiedad, no es de Trump, ni éste era de Peña, todos son del pueblo, igual que el Palacio Nacional con sus 500 habitaciones y alfombras y corredores interminables y no por eso lo vendemos o lo despreciamos.
El show mediático de la “defenestración” de una maravillosa aeronave que serviría por decenios al ejecutivo federal ha sido por no llamarlo de otra manera: lamentable. La imagen internacional del Presidente debe ser impoluta o en el mejor de los casos digna. El trabajo que debe realizar el ejecutivo en materia internacional puede representar decenas de miles de millones de dólares en inversiones y exportaciones; su traslado no puede estar sujeto a un capricho o a una variable no controlada.
Sobran las palabras, en 2019, el primer año de la presidencia de López Obrador no hubo ni un solo viaje oficial o de trabajo al exterior. Los palurdos verán esto como una muestra de “ahorro”, mas no lo es; la abulia presidencial de cualquier contacto con el exterior denota problemas serios de origen que no han hecho más que desdibujar la ya afectada imagen de México en el exterior y su ausencia y silencio de los foros internacionales nos ha privado ya seguramente de magníficas oportunidades de inversiones y atracción de capitales extranjeros.
Y así, el atribulado avión, de nuevo regresa a territorio nacional luego de una despedida ridícula donde su grácil figura, con las alas curvadas por la soberbia tecnología de la fibra de carbón, se alejaba nostálgicamente mientras se cacareaba eso como una despedida a los tiempos de los desperdicios, de las malas decisiones y de la burla a las tradiciones y las instituciones.
Sólo para regresar discretamente, justo un año después, como un recordatorio, otra vez, que esos tiempos no han hecho más que redibujarse en una mescolanza de consignas y falta de madurez gubernamental. Ojalá no se venda y no le quede más remedio que usarlo (esta vez con mesura, el anterior iba hasta por las tortas en un avión de 250 toneladas) y vaya a traernos inversiones cuyos impuestos subsecuentes nos dé para pagar el avión (y el Insabi) y de paso nos haga quedar bien en la arena internacional. Use el avión, señor presidente, está rechulo y vuela genial, vaya y haga su trabajo como Dios manda, para eso es, no nos molesta. De corazón.