Obispo Payo: enorme humanista (y primer feminista)

Ayer, que se celebró el 125 aniversario de la fundación de Payo Obispo, desde luego, como cada 5 de mayo, se recordó...

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Ayer, que se celebró el 125 aniversario de la fundación de Payo Obispo, desde luego, como cada 5 de mayo, se recordó la historia de la capital de Quintana Roo, sobre todo desde la llegada del colonizador tamaulipeco Othón Pompeyo Blanco Núñez de Cáceres, que le dio el nombre oficial de Payo Obispo en 1898, aunque el pequeño caserío junto a la bahía ya era conocido por el nombre del prelado Payo Enríquez de Rivera Manríquez.

Es justo, pues, que el municipio capitalino de Quintana Roo —la capital del estado es justamente Chetumal— lleve el nombre del vicealmirante, pero poco se habla de la fundamental figura del obispo novohispano —que más tarde sería virrey—, valedor de sor Juana Inés De la Cruz, sin cuya participación en su vida la cultura universal y desde luego la mexicana se hubieran privado de una de sus más egregias cumbres.

Obispo de Guatemala, arzobispo de México y virrey de la Nueva España, como dijimos, el religioso pertenecía a la orden de los agustinos, que junto a los franciscanos, por su defensa de los nativos americanos y la aceptación de la cultura y costumbres de los indígenas, tuvo la de mayor penetración e influencia popular en la Nueva España, pues los jesuitas se enfocaron más bien a las clases, si no necesariamente privilegiadas, sí ilustradas.

Enríquez de Rivera, en su desempeño como religioso en nuestro país y en Guatemala, tuvo la capacidad de atender espiritual, cultural y hasta materialmente a los indígenas y a los mestizos, lo mismo que a los españoles, peninsulares y criollos por igual, pero acaso lo innovador y más trascendental de su labor fue que, a contracorriente de la iglesia de su época, defendió la participación de la mujer en la cultura y las artes, actitud cuyo ejemplo más trascendental fue Juana Inés de Abaje Ramírez de Santillana.

Nacida como hija "ilegítima" —los ilegítimos debieran ser los padres, no los hijos— en la hacienda de Panoaya, en San Miguel Nepantla, cerca de Chalco, el 12 de noviembre de 1648 —o 1651—, en las estribaciones del volcán Popocatépetl, además del español dominaba el náhuatl —lengua en la que también escribió— y empezó a adquirir desde muy pequeña —aprendió a leer y escribir a los tres años— en la biblioteca familiar de una finca agrícola acomodada, propiedad de su abuelo, una cultura inusual para la época y aún más para su calidad de niña y adolescente, lo que la llevó a ser colocada muy joven en la corte del vigésimo quinto virrey de la Nueva España, Antonio Sebastián de Toledo Molina y Salazar, marqués de Paredes, destacando en la alta sociedad por su gracia, educación y cultura, amén —a juzgar por los retratos hechos por grandes pintores, como Miguel Cabrera— de su belleza física.

Sin embargo, la joven que no era aristocrática, pero tuvo la ocasión de convertirse en tal, o por lo menos de casarse con algún rico español criollo, aunque no precisamente por vocación, sino por anhelo de conocimiento, ingresó al convento de San Jerónimo —hoy Universidad del Claustro de Sor Juana— en donde llevaba su reclusión religiosa con modesta comodidad y rodeada de sus amados libros, en una celda donde recibía en tertulias culturales a la alta sociedad novohispana amante de la cultura, las artes y las letras, entre la que muy probablemente estuvieron incluidas la virreina de Paredes y luego la marquesa Mancera, Leonor Carreto, que con apoyo de su esposo, el vigésimo octavo virrey Tomás de la Cerda y Enríquez de Rivera, siempre veló por Juana y se convirtió en su íntima amiga, testimonio de lo cual dan varios de sus más hermosos poemas y profundas prosas, al grado de que no falta quien especule que ambas mujeres se profesaban un amor lésbico, aunque hay que recordar que los poetas del Siglo de Oro se dirigían a la divinidad con expresiones amatorias casi eróticas. Es lo de menos.

La parte negra de la trágica biografía de sor Juana la protagonizó la iglesia católica, entidad casi tan poderosa como la virreinal que participaba, para bien o —las más de las veces— para mal en hasta en los más recónditos recovecos de la vida pública o privada de la sociedad.

La existencia misma de sor Juana, su obra y el legado que la coloca a la altura de los grandes escritores novohispanos, como Bernardo de Balbuena, Juan Ruiz de Alarcón y Carlos de Sigüenza y Góngora, se vieron amenazados por las crueles acciones de torvos prelados intolerantes y misóginos de la jerarquía eclesiástica, como el arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas y Ulloa, sucesor de Payo Enríquez, cuya crueldad fanática —usaba cilicio en las piernas y se auto flagelaba— quiso aplicar a la polígrafa. Llegaron las presiones de quien fue también su confesor al extremo de obligar a la poetiza a renunciar a las letras, infligiéndole terribles sufrimientos, con inquina la persiguió hasta su muerte. Su obra fue proscrita y sus manuscritos destruidos, y solo pudieron salvarse muchos gracias a que otro buen clérigo, el obispo de Yucatán, Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche, que como nuestro Payo Enríquez apreció en su enorme valor los escritos de la monja jerónima,  llevó a Sevilla para su impresión.

Recomendamos la lectura de Sor Juana o las trampas de la fe del único premio Nobel de literatura mexicano, Octavio Paz, sobre todo a las autoridades y a los titulares de las carteras estatales (Lilián Villanueva Chan, verbigracia) y municipales de cultura, pues tenemos la impresión de que por ejemplo la presidenta municipal de Othón P. Blanco, Yensuni Martínez Hernández, ni idea tiene de quién fue Payo Enríquez de Rivera ni de por qué el municipio que presuntamente gobierna lleva su nombre, pero si la tuviese habría que reclamarle aún más, como a todos sus antecesores y a todos los mandatarios estatales hasta la fecha, por ignorar a uno de los más grandes personajes que hubo puesto su planta en esta tierra, que tan olvidado cuan ilustre nombre lleva, en toda su historia: un obispo protector de las letras y la cultura en una época de intolerancia ignorante y fanática, un singular feminista que fue máxima autoridad del país, y que hoy permanece casi olvidado, por lo menos en la tierra que debiera estar orgullosa de llevar su nombre tan solo por lo que hizo por nuestra máxima escritora, sor Juana Inés de la Cruz.

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