¿Qué tanto poder quiere tener Obrador?

A muchos ciudadanos nos atemoriza grandemente la probabilidad de...

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El asunto es el siguiente: a muchos ciudadanos nos atemoriza grandemente la probabilidad de un país gobernado por un individuo con modos de caudillo. Eso, y nada más. Sabemos de la corrupción, constatamos el fracaso de las políticas implementadas por los Gobiernos mexicanos en las últimas décadas, padecemos como cualquier otra persona las consecuencias de la inseguridad, denunciamos la injusticia social, nos indignamos ante la desigualdad y repudiamos también a esa nefaria casta de politicastros cleptómanos, ineptos y envilecidos. Pero, no nos parece que la solución pueda encontrarse en el reinado de un sujeto con poderes excesivos, ni mucho menos.

Porque, miren ustedes, a pesar de todos los pesares, sí tenemos muchas cosas que defender: hemos construido una democracia (imperfecta), contamos con instituciones cada vez más sólidas, podemos expresar abiertamente nuestro descontento con los gobernantes, no afrontamos una devastadora crisis económica como las que hundieron al país en el pasado y votamos libremente. Es decir, podemos estar todavía mucho peor de lo que estamos: la inflación se puede disparar, las finanzas públicas salirse de control, el peso devaluarse estrepitosamente y el desempleo crecer. No son estas cosas que vayan a acontecer obligadamente con la llegada de Obrador pero muchas de sus promesas electorales no tienen sustento alguno en el apartado presupuestal: simplemente, el dinero no alcanza.

¿Cómo se edificarán universidades para todos los mexicanos, de dónde saldrán los recursos que se destinarán a la paga mensual de los jóvenes desempleados, cómo se duplicarán de un plumazo las pensiones y de qué manera se costearán los precios de garantía a los productos del campo, por no hablar de las inversiones que requieren decenas de otros proyectos de asistencia social, de construcción de infraestructuras y de fomento a la economía? Una de dos: o no se van a llevar a cabo estos programas —por meramente irrealizables— o el Estado se va a endeudar exponencialmente.

El mexicano se solaza en el mito de que este país posee grandes riquezas: se dice, al finalizar cada sexenio de depredación, que la abundancia es tal que ni el constante saqueo termina por desfondar fatalmente a la nación. Siempre queda algo, o sea, siempre alcanza.

A la vez, no se quiere enterar de que somos un país de renta media y una verdadera potencia industrial, ni más ni menos que el primer exportador de América Latina (manufacturas, productos electrónicos, automóviles, acero, frutas y hortalizas). Cultivando esa fantasía, mucha gente se cree que el Gobierno dispone de una bolsa ilimitada de caudales para repartirlos alegremente entre la población. Y, sí, es cierto que estaríamos mejor si los recursos públicos se gastaran con más eficiencia, si no hubiera tanta corrupción y si los impuestos no se dilapidaran criminalmente en programas estúpidos y mal diseñados.

Nuestro primerísimo problema, sin embargo, es la sempiterna precariedad del erario. Dicho en otras palabras, los impuestos no alcanzan para financiar las infinitas necesidades de un aparato público obligado a pavimentar calles, a construir carreteras, a equipar hospitales, a pagar jubilaciones, a sostener a casi cinco millones de burócratas y a mantener a la parasitaria ralea partidista. 

Pero, el espejismo del Estado benefactor sigue ahí, como una suerte de anhelo irrenunciable para muchísimos compatriotas. Y así, señoras y señores, es como las ilimitadas promesas del candidato de Morena se conectan directamente con millones y millones de ciudadanos dispuestos, todos ellos, a ilusionarse con una fabulosa repartición de bondades que, encima, será posibilitada por la mera honestidad personal del futuro mandamás. Ya no habrá que hacer cuentas, vamos, bastará con echar a la “mafi a del poder” y terminar de un plumazo con la corrupción.

Por si no fuere ya muy inquietante este escenario de cumplimientos sufragados a punta de quebrantos presupuestales, en el horizonte vislumbramos otras amenazantes perspectivas que se derivarían de ese mismísimo talante caudillista del personaje: el hombre no va a administrar meramente la cosa pública sino que nos avisa, desde ya, que va a transformar totalmente a la nación.

En efecto, necesitamos un cambio. Pero, no desde la desconfianza hacia los órganos electorales sembrada arteramente por un mal perdedor en las pasadas votaciones, no a partir de la grosera descalificación del opositor, no a punta de amenazas y denuestos, no con mentiras ni con demagogias.

Un mundo nuevo no se construye así. La patria del futuro no debe vivir a la sombra de un soberano todopoderoso sino bajo el imperio de las leyes y la custodia de las instituciones. Eso, y nada más.

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