Gobernador en desgracia

Un posible castigo a Duarte sería una medida estética...

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Tras protagonizar una interminable lista de escándalos, Javier Duarte, ya antes desprovisto de derechos como miembro del PRI, pidió licencia a su cargo de gobernador de Veracruz. Sigue así desarrollándose una historia reveladora del deterioro del sistema político mexicano y de los efectos concretos que su disfuncionalidad tiene en la vida de los gobernados. Uno de los grandes vacíos de la disuelta transición mexicana es la nueva incapacidad del Estado y de la sociedad para controlar los actos de los depositarios del poder Ejecutivo en las entidades federativas.

Durante el despotismo ilustrado priista, los gobernadores, todos de esta afiliación, estaban sometidos al amplísimo y supremo poder del presidente de la República. Es verdad que esa sujeción no era total, pues, en distintos momentos, gobernadores en condiciones de fuerza política diversas tenían posibilidades también diferenciadas de modular esta relación, bien que invariablemente dominada por el presidente. Así, corrupción, abusos, represión y delitos varios podían ejercerse con relativa comodidad por los gobernadores, pero teniendo siempre a la vista límites impuestos desde el Ejecutivo federal que, adicionalmente, podía sancionar como en la canción, sin medida ni clemencia, a aquél cuya conducta le resultara incómoda. 

De esta manera cuajaron importantes normas no escritas de la vieja política mexicana, como el derecho a cobrar el diezmo en los contratos de gobierno, o la impunidad judicial para quien cumpliera las reglas, a menos que otra cosa fuera decidida por el jefe omnímodo en turno. Este arreglo combinaba de forma compleja verdaderos intereses de Estado con el derecho al botín y al abuso de los muchos príncipes de las castas gobernante y oligárquicas.

Tras la decisión de Fox de perpetuar el viejo sistema político, en 2001, y ante la desaparición de los poderes no constitucionales del presidente, el control de la sociedad sobre los gobernadores se vio constreñido a lo que las leyes garantizan: nada. En efecto, las laxas normas que limitan la discrecionalidad de los ejecutivos estatales hacen recaer la casi totalidad de esta capacidad en otros poderes estatales, normalmente controlados en los hechos por los mismos gobernadores. Fuera de los estados, las pocas opciones legales se han demostrado ineficaces en la práctica.

La eventual penalización de Javier Duarte o de otros personajes de estridencia semejante podría ejemplificar que el escándalo desbordado puede llegar a castigarse, pero no aporta nada a que, en el funcionamiento regular de las instituciones de gobierno, la ilegalidad sea sistemáticamente sancionada. Las denuncias y evidencias visibles de la corrupción galopante y de la impunidad de los nuevos y abundantes príncipes exhiben que un posible castigo a Duarte sería una medida estética, y no que la ética haya ganado espacios legales y funcionales. Finalmente, hay centenas de delincuentes de cuello blanco que siguen impunes. 

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