Centro Comercial, refugio improvisado en el Kurdistán iraquí

Ante la llegada de más de un millón y medio de desplazados, el gobierno ha tenido que utilizar iglesias y otos lugares para darles un hogar provisional.

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Actualmente el Sclama Mall alberga a 408 familias, un total de mil 660 personas. (Notimex)
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Agencias
ERBIL, Kurdistán Iraquí.- El verano pasado las milicias del Estado Islámico lanzaron una ofensiva terrible en Irak. Desde entonces la región autónoma del Kurdistán iraquí ha recibido a más de un millón y medio de desplazados, la mayoría de ellos cristianos.

Algunos han podido alojarse en campos de refugiados creados a propósito, mientras que otros se han visto obligados a vivir en refugios improvisados que no están preparados ni siquiera para las necesidades más básicas.

Uno de estos lugares es el Sclama Mall, un centro comercial en construcción en el barrio cristiano de Ankawa, en las afueras de Erbil, la capital del Kurdistán iraquí, según publica Notimex.

El Sclama Mall, un edificio de tres pisos, fue pensado originalmente para albergar tiendas de alta gama y satisfacer así la creciente economía de consumo del Kurdistán. Pero desde agosto, cuando comenzaron a llegar los primeros refugiados, la administración de Erbil, con apoyo de la iglesia local, ha tenido que dejar a un lado los beneficios para hacer frente a una crisis que ha eclipsado incluso la del período de la invasión estadounidense.

Hace casi seis meses que Yassou, de 52 años, vive en el Sclama Mall. Es originario de Qaraqosh –un importante centro cristiano-siriaco en el norte de Irak, a unos 60 kilómetros de Erbil–, una ciudad que ha acabado en manos de los yihadistas y que teme que nunca volverá a ver:

“No poder volver a tu vida es una sensación indescriptible. Tenía una pequeña ferretería, quién sabe cómo habrá acabado. Aquí todos venimos de Qaraqosh y todos somos cristianos. Este es nuestro delito. Las relaciones con otras comunidades religiosas nunca han sido idílicas, pero nunca jamás pensé que llegaría a tanto”.

Yassou y su familia, igual que todos los cristianos de la zona de Qaraqosh, abandonaron sus hogares tan pronto como oyeron las primeras granadas.

“Mosul –la segunda ciudad más grande de Irak, a unos 30 kilómetros de Qaraqosh, también bajo el control del Estado Islámico– ya había caído. Estábamos aterrorizados por los rumores que circulaban sobre la crueldad de Daesh (el acrónimo árabe de Dawlat al-Islâmiyya fî al-Irâq wa s-Shâm, como también se llama el Estado Islámico) y por eso decidimos hacer las maletas y dirigirnos al Kurdistán, un lugar que entonces considerábamos seguro.

“Pero esos monstruos han conseguido acercarse también a Erbil, y no pararán hasta que tengan nuestras cabezas cristianas o hasta que nos hayan convertido a todos al islam”, continúa Yassou.

Actualmente el Sclama Mall alberga a 408 familias, un total de mil 660 personas. Las últimas llegadas se registraron hace menos de un mes, señal de un empeoramiento de la situación de emergencia. El invierno y las frecuentes lluvias parecen haber dado el golpe de gracia a los refugiados cristianos que inundaron Ankawa.

“La electricidad viene y va. Para lavarnos y para lavar los platos utilizamos agua de lluvia, y por culpa de la humedad la ropa no se seca nunca y hace moho. Los hornillos de camping son la única herramienta que tenemos para calentarnos y cocinar. Sólo tenemos diez, diez para todas estas personas. Tenemos que hacer turnos para comer y ahorrar gas”, comenta Maryam, de 34 años, madre de tres hijos.

“Cuando llegamos aquí una bombona costaba seis mil dinares (unos 75 pesos), pero ahora puede costar incluso 25 mil dinares (unos 313 pesos). Los comerciantes de la zona, cristianos como nosotros, se aprovechan de la situación. Es una vergüenza”, grita furiosa Maryam.

La vida en el Sclama Mall transcurre lentamente. Cada día es igual al anterior. Para encontrar un poco de distracción, los más jóvenes intentan pasar el mayor tiempo posible alejados del edificio.

Jhonny, de 16 años, es muy popular dentro del campo. Es uno de los pocos que hablan inglés, y los adultos le piden ayuda para que les traduzca, las raras veces que tienen acceso a internet, las noticias de la prensa internacional:

“Sé que puede parecer una locura, pero el primer mes aquí fue casi divertido. Era como vivir en un enorme parque de atracciones. Una familia al lado de otra, charlando hasta altas horas de la noche y sin ir a la escuela. Pero ahora echo de menos la escuela, daría cualquier cosa por volver a ir. Mis amigos y yo estamos siempre dando vueltas por Ankawa en busca de novedades”.

Para matar el tiempo, dice Jhonny, “decidí transcribir las historias que se cuentan de los que se quedaron en Qaraqosh. Cómo la de Yaqub, un anciano que prefirió quedarse en su cama y esperar que los hombres de Daesh llegaran y le cortaran la cabeza. No sé si es todo verdad, pero es lo que dicen”.

Los primeros que llegaron al Sclama Mall se hicieron de un espacio de tres metros cuadrados, que sirven de refugio para una familia de al menos diez personas; los núcleos familiares menos numerosos se ven obligados a compartir el lugar, con una cortina que hace las funciones de pared divisoria.

Los recién llegados han tenido que conformarse, en cambio, con las tiendas de campaña proporcionadas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).

Hay escasez de baños y aseos, cosa que incide directamente en las condiciones de higiene: los refugiados están afectados de diarrea, enfermedades de la piel y quemaduras, y se quejan de la falta de ayuda de la comunidad internacional.

Según denuncian los refugiados, los trabajadores de las Naciones Unidas y las ONG extranjeras les ayudaron sólo al inicio de la emergencia, para preparar el terreno y distribuir ropa, mantas, agua y alimentos. Ahora hace ya meses que no aparece nadie.

“Sobrevivimos. Esto es lo que hacemos. No puedo decir que vivamos. Esto no es vida. De profesión soy jardinero, pero no hay trabajo para nosotros. Si no fuera por el gobierno kurdo y la iglesia de Erbil, que apela constantemente al papa Francisco, habríamos muerto de hambre hace ya tiempo”, relata Boutros, de 46 años.

“Voy a misa todos los días aquí enfrente, en la catedral de San José. Pero lo hago casi sólo por rutina. Me da vergüenza decirlo, pero estoy perdiendo la fe. Y no soy el único. Daesh no llegó a tiempo para cortarnos la cabeza, pero se las arregló para alejarnos de nuestro Dios. Después de todo, es como si hubieran ganado”, confía Boutros en voz baja, como si no quisiera que nadie lo oyeran.

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