Los riesgos de la transición en Egipto tras la caída de Mursi

Los acontecimientos tras el golpe contra Mursi en el gigante árabe y su impacto en la escena mundial.

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Desde el miércoles, las mezquitas en el Cairo se convirtieron en morgues para albergar los cuerpos de los cientos de víctimas masacradas. (Milenio)
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Gilles Kepel-Le Monde/Milenio
PARÍS, Francia.- La caída de Mohamed Mursi el pasado 3 de julio representa, más allá de Egipto, un episodio relevante en la pasión y los tormentos que afectan al conjunto del mundo árabe. En efecto, Egipto, con sus 83 millones de habitantes, es el gigante árabe de una región con un rol geopolítico cardinal, ya que se articula con el sistema mundial a través de dos factores cruciales: las exportaciones de petróleo y gas, y la cuestión de Israel. De ahí que una situación de crisis global en ese país tiene ineludiblemente efectos universales.

La victoria electoral de los Hermanos Musulmanes en junio de 2012 en Egipto y del movimiento islamista Ennahda en Túnez ilustró un cuento de hadas político —festejado en la cadena de tv de Qatar, Al-Jazira— sobre un futuro para el mundo árabe con una fusión armoniosa entre la ley islámica —sharia— y la democracia, garantizando la perpetuidad de la renta petrolera a las monarquías del Golfo Arábigo mientras se hacía reinar la paz social bajo la égida de gobernantes barnudos flanqueados por mujeres con velo. Lejos ya de la adulteración impuesta por Occidente, las sociedades musulmanas recuperarían su autenticidad, alienada desde la colonización.

Poco duró esta fábula islamista frente a la profundidad de la crisis cultural que afecta a las sociedades árabes, divididas entre su herencia civilizatoria y religiosa y las obligaciones del mundo postmoderno y multipolar. Lo que de entrada muestra el cambio radical ocurrido desde fines de 2010, es la amplitud de la aspiración democrática tras décadas de independiencia que vieron ahogada la libertad de expresión por regímenes coercitivos, ya sean nacionalistas, socialistas o religiosos.

Egipto, con sus 83 millones de habitantes, es el gigante árabe de una región entre las exportaciones de petróleo y gas, y la cuestión de Israel. 

Esta fue una exigencia irreprimible que no fue comprendida por los Hermanos egipcios, cuya lógica política está articulada en torno a una visión paternalista y nostálgica de la sociedad, asimilada a una comunidad de creyentes marcados exclusivamente por una vocación sacralizada de actuar hacia el bien y de la cual ellos imaginan ser los depositarios por excelencia. Pero Mursi ganó los comicios con una mayoría de 51.3 por cientos de votos que incluía numerosos electores no islamistas, y que por encima de todo aborrecían a su adversario, el general Shafiq, antiguo premier de Mubarak y encarnación del poder liberticida. Estos se desmarcaron de Mursi desde que buscó arrogarse plenos poderes, haciendo sentir que una suerte de gabinete negro dirigía el país.

La dimensión del rechazo —alimentado por una muy mala gestión de gobierno en los planos económico, social y de seguridad— explica las multitudes considerables que salieron a las calles el pasado 30 de junio. Pero el 3 de julio, la caída del presidente —impopular, pero constitucionalmente elegido— solo ocurrió al precio de un pronunciamiento del estado mayor militar: que éste haya coincidido con la efervescencia popular y haya sido bienvenido por los dignatarios religiosos y laicos, no impide que haya servido para restablecer los fundamentos de un excecrado autoritarismo. Y el ejército egipcio, cuando aseguró la continuidad del Estado tras la caída de Mubarak (febrero de 2011) con el SCAF (Consejo supremo de las Fuerzas Armadas), registró un triste record de violación a los derechos humanos y ciudadanos.

Sin prejuzgar el futuro de un movimiento de “rebelión” (tamarrud) captado de hecho por el ejército, los hechos en Egipto nos remiten a la capacidad de las sublevaciones árabes a comienzos de esta década de producir un proceso democrático acorde con las aspiraciones de las poblaciones en rebeldía.

Excepto Túnez, donde Ennahda debió coincidir con los laicos en la coalición de gobierno y donde poderosas asociaciones de la sociedad civil han bloqueado la tentación autoritaria de miembros de la Asamblea Constituyente, la situación es calamitosa. Desde Libia librada a los jefes de milicias que se han repartido el país hasta Siria, sumergida en la atrocidad cotidiana de una guerra civil que suma al menos 100 mil muertos, pasando por Yemen y Bahrein, el balance de las revueltas —asfixiadas, abortadas, revertidas— es deplorable.

No es por que azar que, cuanto más los países involucrados son rehenes de apuestas regionales e internacionales que los sobrepasan —y se articulan en torno del control del petróleo y del gas o del conflicto israelí-palestino—, más catastrófico es el estado de cosas para la aspiración democrática. Es posible que Túnez esté protegido por estar lejos de ambos factores.

Es en Siria donde el proceso democrático al inicio de la revuelta popular (marzo 2012) fue el que se vio más profundamente torcido: tomado a la vez de rehén de la fragmentación confesional y étnica de la sociedad levantina —como en las guerras civiles recientes en los vecinos Líbano e Irak— y se transformó en campo de batalla de dos ejes heterogéneos que se disputan la hegemonía en Oriente Medio hipotencando el futuro: de un lado, apoyando al régimen de Damasco, una coalición “ruso-chiita” de Moscú a Teherán; del otro, una alianza más improbable aún, donde los hermanos enemigos del Golfo, Arabia Saudí y Qatar se unen a Turquía, Israel y Occidente. El gobierno sirio, el Hizbolá libanés y el movimiento Hamas representan para Irán una línea de defensa avanzada que amenaza a Israel y a la vez da seguridad a Teherán. A la inversa, la caída del presidente sirio Bashar al Asad representaría para Riad, Ankara, Jerusalén o Washington la promesa de hundimiento del régimen iraní de los mulás y de sus ambiciones nucleares —de la misma forma en que el retiro del Ejército Rojo de Afganistán en 1989 dio la estocada final a la Unión Soviética.

Tales son los fantasmas que acechan el futuro de los levantamientos democráticos en el mundo árabe y la encrucjiada del destino de Egipto.

¿Serán capaces los actores de la rebelión que condujo a la caída de Mursi de crear un movimiento poderoso que inscriba a la sociedad egipcia en la modernidad política por encima de las tentaciones autodestructrivas, activando así una nueva dinámica para la región, más cerca del modelo tunecino?

¿O seguirán confrontados al dilema de la regresión hacia el “poder de la soldadesca” o el choque armado entre los islamistas derrotados políticamente, pero bien organizados, y la coalición heterogénea de sus adversaciones, tendiendo a una disgregación como en Siria?

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