Margaret Thatcher nunca escuchó consejos

La exgobernante llevaba una década apartada de la vida pública.

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Conocida como la Dama de Hierro, Thatcher murió a los 87 años. (EFE)
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The Guardian
LONDRES, Inglaterra.-  Haya estado a favor o en contra, Margaret Thatcher estableció la agenda política británica por las pasadas tres décadas y media.

Todos los debates que importan hoy en la arena pública, ya sea sobre economía, política social, política, ley, cultura nacional o las relaciones de Gran Bretaña con el resto del mundo llevan aún parte de la marca que dejó ella en sus años al mando, entre 1979 y 1990.

Más de 20 años después de que su partido se deshizo de ella, cuando se había convertido en un inconveniente electoral, la vida pública británica sigue estando definida por la discusión entre aquellos que desean continuar o refinar lo que inició y los que quieren mitigarlo o corregirlo. 

La cualidad trascendente de Thatcher fue la de ser una guerrera política. Sentía amor por el combate político, fanatismo por las causas en las que creía, renuencia a escuchar consejos, convicción de que siempre tenía razón y desdén por el consenso, todo ello la distingue de casi todos sus predecesores y, con la excepción ocasional de Tony Blair, de todos los que vinieron después.

Thatcher fue una prueba de que la personalidad importa en la política. Como ministra joven no parecía destinada a la grandeza. Al principio de su liderazgo fue tratada con condescendencia por sus colegas hombres y adversarios, pero cuando falló el consenso socialdemócrata en los años de 1970 y luego cayó en los 80, montó en los vientos de la historia con el brillo de una oportunista. 

El ya desaparecido columnista de The Guardian y biógrafo de Thatcher, Hugo Young, reflexionando sobre su derrota en 1990, identificó cinco grandes hechos que no hubiesen sucedido sin ella.

El primero fue la guerra de las Islas Malvinas, en 1982, que Young describió como “un gran ejemplo de la ignorancia dándole claridad al juicio”. Rodeada por hombres escépticos que habían combatido en la Segunda Guerra Mundial y que sabían qué involucraba el combate, ella fue a la guerra. El resultado fue un triunfo militar sorprendente y absurdo, seguido por otro electoral que elevó a Thatcher de lo ordinario a lo extraordinario.

El segundo fue la eliminación del poder del sindicato. Peleó contra la huelga de los mineros hasta el más amargo de los finales, en un conflicto que siempre fue sobre estrategia industrial, más que sobre el carbón.

Aún más importante que estos eventos fue el tercer ejemplo, la conducción de la economía política. Fue Thatcher, incitada por sus ministros Sir Geoffrey Howe y Nigel Lawson, quien dirigió la política que afirmaba que el sector público era un peso improductivo para el sector generador de ganancias y los contribuyentes, y por tanto debía ser reducido y privatizado. 

También fue ella quien parecía creer, más que los que la rodeaban, que la economía de mercado requería no de un Estado mínimo para protegerla, sino de un Estado fuerte. Hizo enemigos sin dudar, y ellos correspondieron.

La marca única de Thatcher también se sintió en las dos confrontaciones que finalmente la acabaron. La primera fue el impuesto al sufragio. Éste mostró a una primera ministra que gobernaba desde la convicción, no el sentido, y a la que no le importaba una confrontación que destruyó al Partido Conservador en Escocia y que podría haber, indirectamente, acabado con la unión que ella defendía.

Menos fácil de solucionar después de su caída fue lo que pasó con Europa. Thatcher comenzó su mando como una europea pragmática, aunque a menudo rigurosa. Pero a medida que se convirtió en una figura más grande en el escenario mundial, festejada tanto por Reagan como por Gorbachov, se volvió cada vez más molesta para Europa. 

En el análisis final, su marca fue la división. Por instinto, inclinación y efecto fue una polarizadora. Glorificó tanto el individualismo como el Estado nacional, pero careció de sentimientos por las comunidades y las conexiones que las entretejen. Cuando hablaba, como lo hacía a menudo, de “nuestra gente”, no se refería al pueblo británico, sino a las personas que pensaban como ella y que compartían sus prejuicios. 

Fue una lideresa excepcionalmente consecuente, de muchas maneras una gran mujer. No debería haber bailes sobre su tumba, pero está bien que no haya funeral de Estado. Su legado es de división pública, egoísmo privado y de culto a la avaricia, que juntos aprisionan mucho más del espíritu humano de lo que alguna vez liberaron. 

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