Corrupción: la interesada tibieza de nuestro Congreso
Hoy, nos hemos civilizado, aunque no del todo porque la violencia y la anarquía imperan en muchos rincones del territorio nacional, pero la corrupción sigue.
Poco a poco, derivada de las historias que salen a la luz y de la machacona actividad de ciertos medios y periodistas, se acrecienta la exigencia de que la corrupción se castigue en este país.
No somos ahora más deshonestos que en tiempos pasados: como bien recordaba Carlos Tello en su columna publicada hace algunos días en este diario, la rapiña comenzó al instaurarse el régimen de la Revolución y el mero término “carrancear” —que pronto caerá en total desuso no sólo porque la figura de Venustiano Carranza es cada vez más distante sino porque la escandalosa realidad de las corruptelas adquiere nuevos nombres y rostros cada día— da buena cuenta de ello.
Nuestros próceres revolucionarios, por cierto, no son nada ejemplares: se solazaron despreocupadamente en intrigas, deslealtades, desobediencias y asesinatos exhibiendo, en todo momento, su abierto desprecio por la ley y las instituciones: es cierto que a Madero lo asesinó un traidor declarado, ese Victoriano Huerta que figura como uno de los maléficos de la historia patria, pero ya había enfrentado, como presidente de la República, la abierta insubordinación de Emiliano Zapata, asesinado luego por el coronel Guajardo con la muy posible anuencia de Carranza, ejecutado posteriormente éste por un militar oportunista tras ser obligado a dejar la capital por la oposición de Obregón y Calles que, a su vez, habrían mandado matar a
Francisco Villa quien, por su parte, había perpetrado robos, atracos y ordenado alguna que otra masacre. Al final de todo esto, tras de que no quedara ya casi nadie vivo, Plutarco Elías Calles, el fundador del Partido Nacional Revolucionario, no fue matado a mansalva ni fusilado en el paredón por su adversario directo, el general Lázaro Cárdenas, sino enviado al exilio a los Estados Unidos —a San Diego, California, donde, entre otras cosas, se dedicó a jugar golf durante cinco años— y, de vuelta en México, murió de una hemorragia masiva en 1945. En esos momentos, ya se había consolidado plenamente el régimen revolucionario institucional.
Naturalmente, al constatar tan estremecedora violencia debemos reconocer que estamos hablando de una revolución; después de todo, los aconteceres y desenlaces de otras revueltas en el mundo no son demasiado diferentes y basta con recordar el Terror, ese período de la Revolución francesa en que la guillotina funcionaba a todo tren.
Hoy, nos hemos civilizado, aunque no del todo porque la violencia y la anarquía imperan en muchos rincones del territorio nacional, pero la corrupción sigue y representa una ofensa mayúscula para una población que, a pesar de que se ha acomodado durante decenios a la realidad de que es más práctico sobornar a un agente de la policía de tránsito que afrontar el fastidio de la tramitología para pagar la multa, comienza a hartarse de que, en un entorno de pobreza, salarios bajos y oportunidades inexistentes, los partidos políticos y sus engendros, los politicastros, se repartan alegremente el pastel sin rendir cuentas a nadie.
Ya no es la seguridad, según parece, nuestra principal inquietud: es la corrupción que, por si fuera poco, se manifiesta en todo el espectro político, desde los ámbitos de la izquierda fundamentalista hasta el asfixiante ambiente de esa extrema derecha tan pacata como hipocritona.
Es por ello, por compartir globalmente los mismos intereses y las mismas mañas, que los prohombres que legislan en nuestro Congreso bicameral exhiben tan vergonzante tibieza a la hora de promover, de una buena vez, las leyes y disposiciones para combatir el insultante y nefasto flagelo: no se ha creado, a la manera de esos otros organismos autónomos del Estado mexicano que rescatan un tanto el prestigio de las instituciones de la República, un ente independiente, algo así como una fiscalía con los poderes y recursos suficientes no sólo para investigar esos casos de corrupción —tan visibles que cualquier hijo de vecino sabe dónde está la fastuosa mansión del funcionario y cuáles son los negocitos de la parentela— que no se pueden ya seguir tolerando, sino para castigar a los culpables.
Doblemente ofensivo resulta que en Guerrero, uno de los estado más pobres de México, hayan ocurrido las raterías de siempre. Pero, es apenas una pequeña muestra de la podredumbre que está carcomiendo a este país. El Congreso tiene la palabra. Desafortunadamente, no hay muchos ejemplos de individuos de la especie dispuestos a limitar voluntariamente sus excesos. ¿Cómo obligamos a nuestros representantes populares?