¿Gobernar otros cuatro años así?

Este país era bien diferente: pareciera que los mexicanos estábamos acostumbrados a vivir adversidades económicas y a soportar estoicamente las crisis.

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Las cosas ya no son como antes. Para ejemplificar esta aseveración, imaginemos simplemente las catastróficas circunstancias que enfrentó Ernesto Zedillo al comenzar su gestión: el estrepitoso desplome de la moneda, la desorbitada subida de las tasas de interés, la quiebra de miles y miles de negocios, la súbita insolvencia de millones de deudores, etcétera, etcétera, etcétera. 

Pero, este país era bien diferente: vistas las cosas, pareciera que los mexicanos estábamos extrañamente acostumbrados a vivir adversidades económicas y a soportar estoicamente las crisis que solían desencadenarse al final de cada sexenio desde ese momento fatal en que Luis Echeverría, gastando dinero a manos llenas y llevando al extremo las políticas clientelares, desmadrara la armónica progresión del “desarrollo estabilizador”. Y, justamente, si bien es cierto que bajó notablemente la popularidad del sucesor de Carlos Salinas, fue este último el primerísimo satanizado (hasta nuestros días) mientras que el doctor Zedillo pudo conducir finalmente la nave a buen puerto.

Hoy, no podemos hablar de una situación ni lejanamente parecida. Ha bajado la cotización de las monedas de los países emergentes (de todos, no estamos hablando de un efecto tequila; es decir, las turbulencias cambiarias no las estamos provocando nosotros) pero el peso no ha sufrido una depreciación abismal; el petróleo (nuevamente, el reducido precio del barril resulta de una circunstancia global, no de la torpeza particular de los responsables económicos mexicanos) se ha abaratado y esto va a impactar de manera directa las finanzas públicas pero no es una hecatombe presupuestal sino un mero ajuste) y, en fin, el tema de la inseguridad, que el Gobierno de Enrique Peña quiso desligar de la agenda luego de que pareciera ser la principal preocupación del anterior presidente de la República, ha vuelto de manera tan inevitable como trágica.

Pero la atmósfera es bien diferente. Por alguna razón (muy probablemente, por la cultura ciudadana que resulta de los usos y costumbres de la democracia), los habitantes de México nos hemos vuelto tan críticos, respondones, malcontentos, quejoso e inconformes como los de todas aquellas otras naciones donde los gobernantes suelen afrontar el rechazo mayoritario de los votantes. Y es que, más allá de las expectativas no cumplidas todavía en el tema económico (la reforma fiscal no ayudó al crecimiento, si bien parece haber aumentado los haberes en las arcas públicas), de la persistencia (o aumento, inclusive, en el caso de los secuestros) de la inseguridad pública, de la divulgación de las compras de las casas del presidente o de su secretario de Hacienda y de la agitación promovida por quienes explotan interesadamente la salvajada perpetrada en Iguala —más allá de todo esto, repito—, no se puede afirmar que el desempeño de Enrique Peña no haya sido bueno: estamos hablando, por el contrario, de una gestión exitosa de la cual se derivan acuerdos muy beneficiosos para la nación y reformas de gran trascendencia. 

Pero, a muchísimos mexicanos les tiene sin cuidado esta realidad y no le reconocen méritos al actual presidente. Tan evidente es el descontento de la gente que ha comenzado a circular la interrogante de cómo habrá de terminar su sexenio siendo que, a dos años apenas de haber comenzado, las cosas parecen bien difíciles.

No podemos anticipar infortunios si bien es posible que vuelvan a ocurrir terribles atrocidades y que brote algún otro escándalo por ahí. Pero sí es importante, creo yo, que tenga lugar una respuesta del Gobierno a una situación que, en México, es totalmente inédita. Porque, miren ustedes, muchas señales avisan de un nuevo fenómeno: el agotamiento de la tolerancia a la corrupción. 

La gente, simplemente, está harta de comprobar que no hay castigo alguno a politicastros saqueadores y esto, en un entorno donde la realidad de todos los días es muy dura para millones de compatriotas. Y el tema no es tampoco demasiado complicado: saben quiénes son y saben dónde están. Dicho de otra manera: si cualquier hijo de vecino puede localizar la fastuosa mansión actual, digamos, de un antiguo gobernador nacido en un ranchito, un fiscal no debería de carecer de pistas para emprender acciones legales y pedir cuentas.

Lo complicado es entrar en acción, naturalmente: hay que olvidar antiguas complicidades o desentenderse de acuerdos previos, por no hablar de sacrificar a personas que se creían resguardadas por su cercanía con el poder político. Pero, es un camino que, si lo emprenden nuestros gobernantes, les serviría para restaurar, de un plumazo, toda legitimidad y todo prestigio. De otra manera, en efecto, serán cuatro años muy largos.

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