Había que asesinar a Diego Rivera

Condenar firmemente el tosco extremismo de los islamistas no es algo que no nos concierna a nosotros, aunque la cuestión parezca no afectarnos directamente.

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Imaginen ustedes cómo era México en 1948; para mayores señas, las mujeres sólo podían votar en las elecciones municipales (este impedimento persistió, en Suiza, hasta… ¡1971!).

Pues bien, Diego Rivera pintó, en esos tiempos, un mural en el cual había inscrito la leyenda “Dios no existe” sobre la portada de un libro que sostenía la figura de su autor, Ignacio Ramírez, uno de los más grandes liberales mexicanos del s. XIX quien, a su vez, había lanzado la sentencia de que “No hay dios, los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos” (lo cual no fue un impedimento para que llegara a ser magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y, brevemente, ministro en el Gobierno de Porfirio Díaz).

No transcurrió mucho tiempo para que una turba de estudiantes universitarios se apareciera en hotel Del Prado para, a punta de martillazos, destrozar la parte de la pintura donde se plasmaba la blasfemante frase. Y bueno, el artista, que es ese señor gordo y feo que ahora aparece en el anverso de los billetes de 500 pesos, tuvo algunos problemas y enfrentó el rechazo de los creyentes. Pero ningún clérigo decretó una fetua para que lo degollaran.

Ahora imaginen que, hoy mismo, a un artista plástico de algún país musulmán se le ocurriera pintar, no ya un mural en un espacio público sino un simple lienzo con la inscripción “Alá no existe”. No hace falta decir cuál sería el (trágico) desenlace.

Condenar firmemente el tosco extremismo de los islamistas no es algo que no nos concierna a nosotros, aunque la cuestión parezca no afectarnos directamente. Ah, y ya puestos, sintamos también el orgullo, a pesar de todos los pesares, de vivir en un país moderno y liberal. Sí, señor.

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