La utilidad del enojo ciudadano
Ya a cualquier responsable político de turno se le equipara con Hitler o con el más cruel genocida.
Hemos gastado miles de millones de pesos en este país y prácticamente no se ha reducido el número de personas que viven en la pobreza extrema. Algo estamos haciendo mal. Pero, ¿no hay otras áreas donde las cosas puedan haber cambiado y que se advierta una mejoría?
A mucha gente no le gusta que le hagan ver —o, mejor dicho, que se intente hacerle ver— los logros que sí hemos alcanzado como nación. De hecho, no hay casi ocasión en que los correos de los lectores sean más hostiles, aparte de ferozmente insultantes, que cuando llego a consignar, en estas líneas, algún obra positiva.
Esta propensión a la crítica violenta, sin embargo, no es un fenómeno que se limite a nuestros ámbitos sino que se advierte en casi todas aquellas sociedades donde los ciudadanos, beneficiarios directos de las libertades y garantías que ofrece la democracia liberal, reaccionan con una rabia desmesurada para denunciar cualquier imperfección del sistema y se solazan en el uso de adjetivos tremendos y tremendistas como si, en lugar de que nos gobernaran los individuos que hemos elegido directamente para ocupar los cargos públicos, estuviéramos sojuzgados por sátrapas opresores, despóticos, tiránicos y crueles.
Ya a cualquier responsable político de turno se le equipara con Hitler o con el más cruel genocida y ya se sueltan, con toda irresponsabilidad, las más descomunales acusaciones siendo que esta facultad, la de denostar con la mano en la cintura y de lanzar infundios en las redes sociales, no estaría mínimamente asegurada, para nadie, en una dictadura.
Miren, para mayores señas —y esto, a pesar de la pudorosa reserva que merecen los autócratas de izquierda como Nicolás Maduro y sus secuaces en nuestro subcontinente (al punto que muchos de nuestros intelectuales no sólo se abstienen de denunciar los abusos que perpetran contra las más esenciales libertades sino que viajan a sus países para apoyarlos y recibir condecoraciones)— la embestida que enfrentan los opositores políticos en Venezuela y la ofensiva contra los medios de comunicación que ha emprendido el presidente de Ecuador.
O, traten ustedes meramente de imaginar las reacciones —aquí y ahora, en México— que tendrían lugar si alguno de nuestros altos funcionarios despedazara en una conferencia de prensa las páginas, digamos, del diario La Jornada tal y como hizo,con un ejemplar del periódico El Clarín, el señor Capitanich, jefe de Gabinete de doña Fernández de Kirchner, porque no fueron de su gusto dos notas publicadas.
Las elecciones, no ha mucho tiempo en México, solía organizarlas y supervisarlas nuestra Secretaría de Gobernación. Juez y parte, o sea. Y esto, en un sistema donde el fraude electoral (de ser necesario porque, muchas veces, ningún partido de “oposición” figuraba siquiera en las papeletas para votar) se consumaba impunemente como una práctica habitual del poder político. Ocurrió, sin embargo, que los ciudadanos nos comenzamos a movilizar y que esa tal “dictadura perfecta” que nos sojuzgaba resultó no ser tan dictatorial y, por el contrario, lo suficientemente imperfecta como para comenzar a cambiar el entramado institucional desde dentro: se creó así ese Instituto Federal Electoral (IFE) que, a pesar de la pasada arremetida de los partidos políticos, sigue siendo, trasmutado ya en el Instituto Nacional Electoral (INE), un organismo que convoca a los ciudadanos para que sean ellos quienes vigilen la autenticidad de los procesos electorales; más allá de las aberrantes restricciones legales que ha impuesto a los contendientes (que, por si fuera poco, llevan a prácticas oscuras y fomentan la corrupción), es todavía preferible la existencia de un organismo así al antiguo modelo.
Lo mismo pasa con otros entes del Estado, como el Banco de México, la Auditoría Superior de la Federación, la Comisión Nacional de Derechos Humanos o el Instituto Nacional de Geografía y Estadística: operan de manera independiente y no siguen los mandatos del presidente de la República. Por más que el Gobierno quisiera maquillar las cifras de la inflación, como ocurre en la Argentina, eso ya no es posible en nuestro país. Tampoco hay manera de hacer que el PRI gane las elecciones en la capital de la República ni de que el banco central se ponga a imprimir alegremente billetes.
Todo este alegato viene a cuento por el tema de la corrupción, que es una piedra en el zapato, y la reciente instauración de mecanismos institucionales para tratar de combatirla. Las medidas, naturalmente, no convencen a la opinión pública ni a ciertos militantes de unos partidos de oposición que, excepcionalmente, levantan su voz a contracorriente de sus acomodaticios correligionarios.
Pero, volviendo al tema de la exacerbación de la crítica, hay que reconocer que el enojo de los ciudadanos ha sido un detonador de cambios y un antídoto para la autocomplacencia de nuestros gobernantes. Al final, muchas cosas son diferentes. Y, por lo pronto, mejores que en esos otros países de nuestro subcontinente donde la debilidad institucional permite reelecciones indefinidas, encarcelamientos de opositores, cierres de periódicos críticos, inflaciones galopantes e insufribles jactancias de los caudillos.
Al asunto de la pobreza, ahí sí, no se le ve ni por dónde…