No le creo a ninguna versión oficial
Casi todos los mexicanos están convencidos de que el asesinato de Colosio resultó de una oscura conspiración política y que no se debió a la acción de un asesino solitario.
Hay cosas que me parecen perfectamente creíbles aunque la mayoría de la gente no les dé crédito alguno: supongo que casi todos los mexicanos están convencidos de que el asesinato de Colosio resultó de una oscura conspiración política y que no se debió a la acción de un asesino solitario.
Pues bien, en las indagaciones y trabajos de las distintas fiscalías intervinieron individuos muy respetables cuyas conclusiones debieran merecer la mayor credibilidad, más allá de que el caso haya sido llevado, por momentos, de manera tan extravagante como irresponsable. Y sus resoluciones ahí están: no hubo complot.
No se puede, sin embargo, expresar este convencimiento en reunión alguna sin que los concurrentes te tomen por un ingenuo (o, peor aún, que te imputen turbios intereses).
Pero, al mismo tiempo, sabiendo de toda suerte de corruptelas, ilegalidades y fraudes perpetrados en este país por personas que, por si fuera poco, nunca rinden cuentas —precisamente por su habilidad para idear tramas asombrosamente ingeniosas—, estando al tanto de estas cosas, repito, no puedo menos que estar convencido de que a mucha gente no se le puede creer prácticamente nada.
Y, sobre todo, a muchos de esos individuos que, llegados a donde están gracias a calculadas componendas y secretos compromisos, jamás te revelarán cómo fue que obtuvieron poder (y dinero) y, por el contrario, te ocultaran meticulosamente sus acciones: el contratista favorecido nunca hablará, salvo con los de su círculo más cercano, de cómo negoció los favores, digamos, de algún alcalde. Tampoco será nada fácil obtener las confesiones del testaferro que prestó su identidad. Impera el silencio de una organización mafiosa.
Ahora bien, cuando ya no crees en nada todo el tiempo —o no aceptas ninguna versión oficial de ningún hecho— entonces no merecerías casi disfrutar de las bondades de un sistema democrático, que no son pocas, porque al final todo vendría siendo lo mismo y todo da igual.
Es importantísima, creo yo, la capacidad de advertir diferencias y matices. Y eso, aunque no vivamos en un mundo ideal y aunque muchas cosas no nos gusten.