Salve, San Valentín

Despierto en la mañana sediento de sonrisas y me topo de frente con la suya, que es siempre una sorpresa porque nunca fui tan afortunado.

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La conocí en la FIL de Guadalajara. Traía puesta una blusa morada y una de esas sonrisas candorosas que aíslan los sonidos circundantes y desdibujan lo que queda del mundo. O, más prosaicamente, la clase de sonrisa que lo vuelve a uno torpe y alcornoque cuando más necesita del estilo.

No sabe uno muy bien para qué escribe un libro, y menos aún para quién, mas esa tarde ella traía entre manos uno mío y esperaba a que se lo dedicara. Advertí entonces, de incisivo reojo, que caminaba al lado de una muleta. Por si eso fuera poco, se inmiscuía de pronto entre nosotros un oficioso empleado de seguridad, empeñado en desviar la fila a partir de ella al módulo de firmas de la Feria. ¡Ni hablar!, díjeme así, salvado por aquella campana del destino. Era el turno del caballero andante.

Me habría gustado decirle a aquel providencial entrometido que sobre mi cadáver iba a hacer dar un paso de más a semejante reina, pero fue suficiente con desenvainar un argumento noble en forma de ultimátum para hacerlo moverse de la escena y devolverle a ella cámaras y micrófonos. Pues al fin lo recuerdo igual que una película, acaso con la música de Ennio Morricone y la lente de Vittorio Storaro. ¿Cómo, si no, asumir esa sonrisa que prodigiosamente tornábase sonrojo?

No sé ni de qué hablamos, pero fue una exquisita conversación que extendí cuanto pude, pues ya daba por hecho que sería la última. Nunca me ha parecido decente ni elegante lanzarle la jauría a quien no te ha pedido más que una firma y una dedicatoria. Y si ya me había puesto en el papel de hidalgo protector, mal podía servirme del momento para intentar algún asomo de cortejo. Todo lo cual, por cierto, suena mejor que confesar el pasmo que me llevó a decirle adiós sin más. Igual que un alcornoque.

Me había dicho su nombre, pero igual lo olvidé por la emoción. Caminé suspirando al módulo de firmas y pretendí que seguía siendo el mismo. Algunos días más tarde, no del todo conforme con el tenor efímero de nuestro encuentro, busqué aquella sonrisa entre los seguidores de mi cuenta de Twitter y de pronto ahí estaba, algo menos sonriente pero sin duda ella, y al pie su nombre: Adriana. Uno de sus mensajes remitía a su blog, y dentro de él estábamos nosotros, a la hora de la firma en el stand de la editorial. Para colmo de bienes, había escrito abajo unos cuantos renglones en torno a mi presunta caballerosidad. Como todo cobarde que se respete, bajé la foto a mi computadora y no dejé ni mu por comentario.

Nos encontramos un año después, en el mismo lugar y bajo similares circunstancias. Ya no traía muleta, pero igual confirmé que una chica como ella no debía hacer fila ni para entrar al Reino de los Cielos. Y yo, que habría hecho una cola soviética con tal de estar con ella, volví a dejarla ir tras algunos minutos de atraer su atención con chistes, comentarios, confidencias y otros recursos desesperados. Y me atreví, de paso, a leer en sus ojos que estábamos aún lejos del último capítulo. Es decir, ya en las tierras del romanticismo.

“No es posible”, me dije varias veces, entre el consuelo y la resignación por lo que parecía no más que una quimera insustentable. En los meses siguientes, sin embargo, respondí a sus mensajes en el Twitter con pura diligencia ejecutiva. Uno de ellos, por cierto, lo pesqué casi a bordo de un avión, a la mitad de mayo. Iba yo de camino hacia Guadalajara y ella se preguntaba cómo podía entrar a mi conferencia. Un mensaje privado más tarde, ya la había invitado a que me acompañara.

Nunca le pregunté si tenía novio, pero debí aceptar mi condición de hombre comprometido como asume el reptil su falta de alas. “No es posible”, me fui de ahí pensando, con la tranquilidad de sabernos amigos y la inquietud secreta de tener su teléfono archivado en mi agenda. Dos semanas más tarde, ya le estaba llamando para saludarla, con la coartada cándida de la simpatía. De paso, le informé que estaba otra vez solo y sin compromisos.

Fuimos amigos por un año y medio. Detestaba la idea de salirle con un domingo siete, pero igual le llamaba “casualmente” cuando andaba de viaje y me sentía solo en el hotel. O cuando algo importante me pasaba y era importante que ella lo supiera. O cuando se acercaba ya noviembre y en tanto ello la hora de volver a la FIL.

Cayó al fin en mis brazos unos días después de caer yo redondo en su sortilegio. De entonces hasta ahora, más de un año después, nuestra caída no ha hecho sino profundizarse. Despierto en la mañana sediento de sonrisas y me topo de frente con la suya, que es siempre una sorpresa porque nunca fui tan afortunado. ¿Cómo le hice? No sé. Casi no me lo creo. 

Tampoco sé muy bien qué hago escribiendo de esto la víspera de San Valentín (una fecha que siempre me importó un pepino), pero de pronto escucho My Funny Valentine en la voz queridísima de Sarah Vaughan y concluyo que no había más remedio.

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