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Resulta prodigioso vivir con un puñado de estrellas que enciende sus luces en las orillas del poblado, allá donde marca sus confines el vecindario con un enorme laurel que aminora el cansancio de los que llegan y obsequia aliento a los viajan. Rodeado de montes, cercano del cabo, como llamaban al lindero que sugiere el lugar donde comienza a disminuir el número de casas y los matorrales se generalizan, y en el que muy pocos deseaban vivir porque la reputación para ser habitante visible residía en avecinarse alrededor del centro, de la plaza grande, en esa porción de calles bien trazadas en las que se arraigaron los poderes y poderosos, desde los tiempos en que sin pudor alguno se hacían valer los blasones y los apellidos.

Resumidos en sus bien cuidados jardines y el enverjado hermosísimo, los atributos de la plaza grande eran el entorno radiante que sirvió de asiento a quienes requerían, a lo largo de los siglos, valerse de las ramas y los pétalos de su árbol nobiliario y de un linaje que se fue marchitando por la fuerza decisiva de la historia, esa fábula perturbadora que, por más dobleces que intenten introducir los victoriosos, termina colocando a cada cual en su lugar.

Las viejas mansiones de arquería por los cuatro puntos cardinales, y sus refrescantes patios centrales se han convertido en ruinas, o en patrimonio restaurado del que numerosos extranjeros o empresarios gozan como cosa propia, aunque desde luego carentes del timbre aristocrático que los rancios linajes guardan para sacarlo a flote cuando la ocasión lo amerite. ¿Y cuándo ocurrirá esa suerte de renacimiento de las arcas llenas de pasado? Ocurre siempre, a cada rato y se mueve en escenas que se distinguen por su ridiculez y disparate. Hace un tiempo, por ejemplo, con ocasión del centenario de la muerte del dictador Porfirio Díaz, no faltaron voces que acariciaron la idea de tratar de exonerar de culpas al tirano, argumentando que “…Díaz fue derrocado por una Revolución que reescribió la historia para justificar el levantamiento armado, por lo que tuvo que satanizar al dictador”, según dijo Carlos Tello Díaz al periódico El País. Como su fatal tatarabuelo, Tello Díaz no alcanzó a ver “… hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social…”, como subrayó Porfirio en su renuncia de 25 de mayo de 1911, cuando el país se incendiaba por el descontento generalizado. La Revolución Mexicana que conmocionó al mundo fue, en opinión de este pariente de don Porfirio, un asunto de escritura, acaso puramente gramatical.

En Yucatán aún existen personas que se gastan la vista, los ánimos y hasta dinero en pos de alguna genealogía que los relacione, aunque sea de lejos con algún conquistador español. Y a través de expresiones cargadas de racismo, o prácticas sociales como la sujeción de las trabajadoras domésticas, que de manera chic ahora llaman, “mis muchachas”, se puede palpar que distamos mucho de haber desterrado las viejas taras implantadas por los visibles que gustaban vivir en el centro del pueblo. Mientras tanto, para mí y para muchos amigos, resulta maravilloso vivir con un puñado de estrellas en las orillas del poblado, en el cabo.

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