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A las mujeres es fácil tacharnos de neuróticas, bipolares, menopáusicas o “mal atendidas” sexualmente. Esto último es común escucharlo de los hombres, pero cuando son mujeres quienes lo dicen sobre otras mujeres me causa escozor. Son tantas las etiquetas que nos cuelgan solo por ser mujeres, que no alcanzaría este espacio para hacer un recuento medianamente justo. Antes las mujeres nos quedábamos calladas, no opinábamos ni nos quejábamos. De nuestro silencio dependían muchas cosas, así como dicen de las paredes: ¡si las mujeres habláramos!

Quizá mi afirmación suena exagerada, pero la emito por el entorno familiar o las experiencias personales y de mujeres cercanas. Siempre que se hablaba del abuso físico o sexual que habían sufrido algunas amigas o vecinas, ellas preferían guardar silencio: “Porque decirlo sería un problema, significaría un divorcio o un pleito familiar, porque, si me callo, no pasa nada”. Entonces venía el silencio cómplice del abuso y la violencia. Ahora las mujeres hemos decidido levantar la voz, a las viejas etiquetas se añaden nuevas y más groseras, nos señalan de feminazis, sin tener un poco de conciencia de lo espantosa que es esa referencia.

Escribo esto porque nuestra libertad actual nos permite expresar ciertas cosas, por decir una muy básica: ya podemos defendernos de las miradas lascivas en las calles. Me pasó con mi sobrina de quince años, que además, por su baja estatura, parecía de doce; era tan común que los hombres mayores se detuvieran a mirarle los senos o el trasero, como era tan desagradable para mí ver a esos señores mayores morboseando a una menor de edad.

Muchas veces me detuve a cuestionar al tipo a grito pelado. Entonces la loca era yo, que de la nada subía la voz en un lugar público. ¿Y a ellos quién les dice lo desagradable que son sus miradas lascivas a una menor de edad? Me pasó recientemente en el cine con la hija de una amiga, la niña tiene trece años, un tipo empezó a seguirnos, con todo cinismo se detuvo frente a nosotras y empezó a mirar a la niña con morbo y sin disimulo. Me dio tanto coraje, la mamá de la niña lo encaró, el tipo se nos quedó mirando como si estuviéramos locas, algunas personas que estaban en el cine también nos miraron con rechazo.

De nuevo éramos una bola de viejas locas gritando en un lugar público. En eso se equivocan, las mujeres no gritamos de la nada. Es desesperante -en un país donde las mujeres somos secuestradas, violentadas, acosadas o desaparecidas- percibir las miradas lascivas de hombres mayores en adolescentes y niñas. No generalizo, hay varones comprometidos con las causas de las mujeres, sin duda hay hombres con los que podemos dialogar sin que se sientan agredidos o digan que no saben cómo hablarnos porque ahora nos sentimos acosadas por todo, que no entienden qué es lo que nos molesta. Podemos empezar por aclarar que el acoso callejero a niñas y adolescentes, sean nuestras hijas o no, nos molesta y mucho.

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