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Una vez, no hace tanto tiempo, mientras deslizaba entre las teclas algunos de sus sueños, sollozó por las palabras ausentes en el momento justo de la encrucijada, fue en aquellos años cuando aún cursaba los estudios universitarios en el antiguo edificio que para algunos asemejaba un claustro. Ahí, donde tantos otros y otras como él creyeron descifrar el enigma de los dados sorteados por los poetas que anunciaban las tragedias humanas, reconoció que la desventura es una parte intrínseca de la existencia. Por aquellos días, quizás únicamente se dejaba llevar por la sentencia de Eliot que advierte: “abril es el mes más cruel”.

Nacido bajo el signo primero, una especie de enigma se le reveló, tendría que elegir entre seguir los pasos de la insomne pureza de aquellos que por un lugar en el parnaso aceptaron deambular como las almas deshabitadas a las que Caronte transporta de una orilla a otra eternamente, tal y como describe Dante en la Comedia y a la que pareciera que recurrentemente se le recomienda regresar para releer la sentencia pre-infernal: “abandonad toda esperanza”, pero, contrario a ello, también podría preferir andar por los senderos desconocidos de la autodeterminación personal-social, sabiendo que las condenas y refriegas estarían siempre en primer orden.

Para quien le conoce, no es necesario explicar lo que se aprecia; eligió la segunda opción, no absuelto de las cuotas consabidas de exilios y censuras desmenuzadas en el común actuar de los buenos concejos y moralejas de los guardianes de la “verdad”, cual flagelantes estigmas de una vida en libertad. Esos mismos que purgando sus propias culpas pretenden juzgar sin poder mirarse en el reflejo del ocaso que cada anochecer nos recuerda “la frágil condición de la existencia”.

La última vez que le vi, bebía el café al amanecer como siempre acostumbra, leía las noticias ya conocidas por quien ocupa sus tardes revisando los manifiestos de otros, tal y como si fuera un privilegiado, conociendo antes lo que el resto de los mortales podremos apreciar la mañana siguiente, aunque ahora, esa añeja forma de saber, se vea amenazada por las intangibles alternativas de la impersonal virtualidad que a veces es promisoria y otras tantas enajenante.

En esa ocasión me contó intercalando las frases con los sorbos, que sentía un tipo de orgullo consagrado por los alegatos, estribillos y panfletos, escritos tras aquella tarde otoñal de sus días universitarios, cuando frente a lo injusto del poder y el silencio complaciente de sus condiscípulos, asumió como suyo el deber infatigable de decir lo que otros callan. Quizás y esta sea una enunciación subjetiva, pero daría la impresión que siente mayor aprecio por los textos cotidianos en la prensa diaria, esos mismos que son despreciados por sus allegados y agradecidos por quienes son nombrados rompiendo con tanta oscuridad informativa y humana.

Ya no he vuelto a departir con él, pero me contaron que sigue acudiendo a los rincones de los cafés que sobreviven a los aires de modernidad y, que, en ellos, todavía disfruta de leer los textos prohibidos por las modas académicas y el canon de la doble moral avalado por los postulados de la posmodernidad, y, de igual forma, se deleita contando con los dedos de su mano izquierda las frases nítidas de las despedidas…

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