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Hay días en que los sucesos me recuerdan la cercanía del otoño y las cosas se conjugan con el viento regresando al presente los instantes de caricias que nos calcinaron en el primer amanecer. Hoy que camino más despacio mirando los detalles de mis pasos pienso en la ausencia de mi padre y el eterno duelo inconcluso que se mantiene sobrevolando la angustia que me cubre, y nuevamente pronuncio aquella frase escrita en piedra que quizás inconscientemente recité para mí como un epitafio adelantado: “…Y yo estaré tal vez / en un distante país de bruma / preso en el encanto cruel / y siniestro de mi vida errante…”. Ahora, mi madre convalece resistiendo con su enorme fortaleza que tanto he admirado con los años y que tan pocas veces se lo he expresado, y vuelvo al principio de los tiempos advirtiendo el continuo sollozar de las noches.

En el mar de bruma que algunos días revisten la mirada y los sentidos, muy a pensar de su profunda oscuridad, sigo encontrando los destellos de esperanza que pude ver en los ojos de las madres orgullosas y desoladas por sus vástagos desaparecidos entre botas y fusiles, ahí, donde el frío cala el alma y el silencio es un aliado de los ríos y las aves, y es que no oculto que aún me estruje el corazón la forma despiadada de la sinrazón que nos suele gobernar. Perduro creyendo en el poema de Pablo Neruda que dice: “podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera”. Sin importar la dolorosa verdad de la ignominia, tras la bruma y su espesor, siguen las gladiolas esperando el nuevo amanecer.

En estos días en que las tardes adquieren un dejo de sacralidad y los remansos parecen entretejer la memoria y los sentidos, pienso en quienes han partido tomando nuevos rumbos o tornándose en nuevas formas de existencia, asegurando de una u otra manera, la perpetuidad de los momentos sin detallar las voces que acallaron con el trueno y la banalidad, mientras la lluvia esparce la hojarasca como fragmentos de vida que se desarticulan y se esparcen para volverse a encontrar en los rincones que resguardan el tiempo y los jirones de lo que llegamos alguna vez a amar.

Lejos del olvido y el desdén, en estos días de reencuentro y despedida, busco las manos cálidas que reconfortan el dolor de los huesos. No es que las palabras sean nuevas o los sentimientos desconocidos, es más bien que en el reconocimiento de lo fugaz, evoco las cartas ofrendadas al viento sin destino como aves de paso. Y ante la llegada inminente del otoño, comienzo a preparar el camino de los ciclos venideros augurando nuevamente el despertar de los anhelos.

Ahora, retorno a la imagen de mi madre, recostada y sonriente sin importar la tormenta. Es en estos días en que las horas transcurren cargadas de angustia y los pensamientos parecieran desbordarse cuando acudo a la escritura como la única forma verdadera que conozco de llorar…

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