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Hace una semana, antes de darse a conocer la nueva variante Ómicron, viajé a dar unas conferencias a Ecuador, teniendo la oportunidad de observar los cuidados contra la pandemia que tiene otra nación para quienes desean llegar en avión.

Hay tantas cosas que quisiera decirles provenientes de mi corazón en un doce de diciembre, pero ninguna palabra mía tendría la mínima relevancia en comparación con las que Nuestra Madre del cielo diría.

Por ahí del año 1556, un indígena mexica bautizado como Antonio Valeriano, escribió por narración de otro indio, (San) Juan Diego Cuauhtlatoatzin, un manuscrito con caracteres en español y en lengua náhuatl cada uno de los sucesos y palabras acontecidas en el año de 1531, entre el 9 y 12 de diciembre, cuando la depresión mexica tuvo una esperanza, cuando la historia de México cambió para siempre, cuando un mensaje llegó para quedarse en el corazón de todo el mundo.

En este libro titulado “Aquí se narra” (Nican Mopohua) se encuentran las palabras que más sentido tienen escuchar el día de hoy y para siempre, la voz de la Madre de Cristo y Madre nuestra; por ello, es mi deseo compartir una de mis partes favoritas de este relato, por favor, lea y medite, guarde en su alma cada palabra, pues esta historia ocurre justamente cuando Juan Diego, apresurado por llegar a México para buscar un sacerdote que le dé “el bien morir” a su amado tío, ¡se esconde de la Virgen!, toma otra ruta y entonces:

“Le vino a salir al encuentro de lado del monte, vino a cerrarle el paso, le dijo:

¿Qué hay, Hijo mío, el más pequeño? ¿A dónde vas?

Él en su presencia se postró, con gran respeto la saludó: Mi Virgencita, niña mía la más amada, mi Reina, ojalá estés contenta; ¿Cómo se encuentra Tu amado cuerpecito?... Causaré pena a Tu venerado rostro, a Tu amado corazón: Por favor, toma en cuenta, Virgencita mía, que está gravísimo un criadito tuyo, tío mío. Una gran enfermedad en él se ha asentado, por lo que no tardará en morir. Así tengo que ir urgentemente a Tu casita de México, a llamar a alguno de los amados de Nuestro Señor para que tenga la bondad de confesarlo, de prepararlo. Puesto que en verdad para esto hemos nacido: vinimos a esperar el tributo de nuestra muerte”.

María responde:

“Por favor, presta atención, ojalá que quede muy grabado en tu corazón, Hijo mío el más querido: No es nada lo que te espanta, lo que te aflige, que no se altere tu rostro, tu corazón, si tan solo pudieras conocer el gran don de Dios. Por favor no temas esta enfermedad, ni a ningún otro dolor entristecedor ¿ACASO NO ESTOY AQUÍ QUE TENGO EL HONOR Y LA DICHA DE SER TU MADRE? ¿No estás bajo mi sombra y mi resguardo? ¿Acaso no soy la fuente de tu alegría? ¿Qué no estás en mi regazo, en el cruce de mis brazos? ¿QUÉ MÁS PUEDES QUERER?”

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