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Hay que ver para creer, pero, a veces, las cosas más reales del mundo son las que no podemos ver.- El Expreso Polar

Hace unos días un niño de alrededor de 12 años me preguntó si creía en Santa Claus, al hacerlo me miró a los ojos. Me encontré sin respuesta por unos segundos. En seguida deduje que se había acercado a la edad donde es un poco confuso todo aquello en lo que se supone que debemos seguir creyendo. En la que unos te dicen que muchas de las cosas como el hada de los dientes, el conejo de Pascua o los elfos que construyen los juguetes nunca fueron realidad, mientras que otros defienden su existencia con todas las fuerzas. Me di cuenta que había llegado a la edad donde decidimos dejar a un lado muchas cosas para darle paso a otras nuevas, sin darnos cuenta de que podemos conservarlas todas.

Desde aquel día en mi mente han estado aquellas palabras, y no puedo dejar a un lado las preguntas: ¿Por qué dejamos de creer en ese señor gordito de cara angelical? ¿Por qué nos hace sentir adultos dejar de esperar que baje por la chimenea para comer nuestras galletas y dejar nuestros regalos? No lo sé, pero puedo contarles que también he sido parte de tal situación. Cuando empecé a dejar atrás la niñez, el cuento de Santa Claus se fue con ella, ya no esperaba al hombre de rojo, ni escribía aquella carta en la que solía esmerarme, y a veces, escuchaba a lo lejos a los niños hablar de él y extrañaba aquellos días.

Pasé mucho tiempo sin creer en todas esas cosas, quizá por decisión propia o quizá porque la gente me había dicho que ya era demasiado mayor para todo eso, hasta que comprendí que nada y nadie puede decirnos qué es aquello que debe ser real para nosotros, en qué debemos creer; somos nosotros mismos los que tenemos que saber que tenemos el poder de saber en qué creer. Que somos nosotros los que tenemos el poder de defender lo que creemos sin importar que otros nos hayan dicho que no es posible; debemos entender que no importa si tenemos cinco, veinte o setenta años, podemos seguir creyendo en aquel hombre vestido de rojo.

Lo sé porque ahora, después de tanto tiempo, me he dado cuenta de que podemos seguir siendo niños aunque debamos llevar vida de adultos, que podemos seguir esperando que Santa venga con su bolsa de terciopelo llena de premios para todo aquel que ha sido bueno a lo largo del año, que a pesar de ser adultos podemos seguir imaginando que la nariz de Rodolfo es la estrella que brilla a lo lejos; ahora que soy (casi) un adulto, me he dado cuenta de que no importa lo infantil que suene o lo imposible que parezca, siempre, todo aquello en lo que creamos será real. Sigan esperando a Santa, sigan dejando galletas, sigan creyendo, sigan siendo felices.

Feliz Navidad.

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