Una carta de amor
Diana Puga Pérez: Una carta de amor
Siempre están en los estantes acomodados de forma vertical. No llevan orden de colores ni alfabético, nunca he tenido la paciencia para hacer algo así.
El primero llegó a mí aunque no recuerdo de manos de quién, después de eso, cada semana tenía uno o dos nuevos. Como a todo buen lector, su olor me embriagaba, pero estaba muy pequeña para saber la existencia y significado de esa palabra.
Solía acostarme por las tardes, mientras veía las palabras desbordando de sus hojas y cerraba los ojos, permitiéndome imaginar el futuro, donde una Yo más madura, podría escribir hasta el cansancio y hasta que alguien se enamorara de mis historias.
Me repetía una y otra vez: “algún día, seré como ella”, mientras veía la foto de mi escritora favorita.
“Es una gran lectora, le gusta aprender muchas cosas”, siempre dice mi padre cuando alguien pregunta sobre mis hábitos literarios. Pero, aunque es es él quien me conoce como a la palma de su mano, nunca ha podido entender realmente la conexión que mantengo con ellos.
Nadie lo ha hecho, y no los culpo.
Siempre antes de dormir miro fijamente mi librero, así puedo ver las hojas que se han llevado tiempo de mi vida y que se convirtieron en mis amigos cuando nadie más quiso serlo, por eso de forma muy valiente, y a manera de agradecimiento, muchos años después, decidí dedicarles mi vida.
Cuando hablo sobre ellos la pregunta siempre es la misma:
“¿Cómo logras estar siempre con ellos?”
Lo que no sabes es que, a pesar de todo, también tenemos malos momentos.
A veces nos alejamos porque no queremos saber nada el uno del otro, y decidimos que es mejor tomarnos un descanso, sabiendo que nos volveremos a encontrar.
Aunque debo confesar que la mayoría de las veces son ellos quienes me obligan a irme, no porque no quieran estar conmigo, sino porque me piden a gritos que de mis manos salga su nuevo compañero de repisa.
Por la noche escucho atentamente todo lo que dicen, aunque ellos no lo saben.
Los he visto sentarse en el librero y he visto que Sombra lleva unos pantaloncillos que siempre me arrancan una sonrisa.
-La encerraremos en el cuarto hasta que lo haga - dijeron en unísono.
-Pero no olviden traer al gato y al hámster -, dijo Quijote.
- No creo que sea buena idea -, dijo Harry, con tono burlón.
- Créeme, lo es. Nosotros nos encargaremos de cuidarlos-, sentenció Caudillo.
Todos los días a la misma hora el sol empieza a filtrarse por la rendija, y es cuando se van a dormir, siempre se acomodan de una forma distinta, parece que piensan que no me doy cuenta.
Cuando me acerco a ellos y les doy una caricia en el lomo, puedo sentir cómo sus hojas desprenden olor a nuevo.
-Gracias-, les susurró, mientras meto a uno dentro de mi bolso para que me haga compañía a lo largo del día.
Al salir de casa pienso en lo mucho que me gustaría algún día darles una historia de la que realmente puedan estar orgullosos.