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Todavía recuerdo cuando lo conocí, era uno de esos días nevados, en los que por obligación tienes que tomar un café. Estaba sentada en la plaza principal, mientras leía mi libro favorito y de rato en rato levantaba la mirada para ver a la gente que pasaba.

De gabardina negra y guantes del mismo color, apareció de la nada y se sentó a mi lado. Me percaté de su presencia porque su perfume se instaló en la punta de mi nariz y parecía no querer irse.

Olía a hojas viejas y pan recién horneado.

-¿Siempre vienes por aquí?-, me armé de valor y le pregunté.

Me dirigió una mirada profunda.

-No, pero hoy me ha parecido que la noche lo amerita-, me dijo sonriendo -¿Qué tienes ahí?

Su voz era gruesa, pero no demasiado.

-He comprado este libro en aquella tienda-, le dije señalando la librería que se encontraba en la calle de enfrente.

-Es fantástico.

-¿Lo conoces?

-Sí-, me respondió -conozco muchos libros, mi padre me enseñó sobre ellos.

Y así, el reloj comenzó a dar vueltas, mientras yo me perdía en sus historias. Me contó de todos aquellos libros que había conocido una madrugada, en la pequeña librería que su padre atendía en una ciudad que siempre está inmersa en un clima cálido.

Me invitó a otro vaso de café para poder terminar su historia. El frío se hacía cada vez más fuerte, pero su voz mezclada con las canciones navideñas que se escuchaban a los lejos, me hacía querer permanecer ahí para siempre.

Estática.

-Gracias por escucharme-, me dijo -me tengo que ir, mi padre me ha dicho que me espera esta noche para cenar en casa, tiene preparada una sorpresa.

-Claro-, le dije -me han encantado tus historias.

Se levantó y empezó a caminar.

-Espera-, le grité- ¿Cómo te llamas?

-Luis-, respondió sonriendo. Y desapareció entre la nevada que había comenzado.

Al día siguiente me pasé la mañana esperando que el reloj avanzara para poder regresar al lugar de nuestro encuentro con la esperanza de saber un poco más de aquellos libros que había encontrado una noche de infancia.

Al llegar a la plaza pude percatarme que no llevaba el libro conmigo, lo había terminado ayer al llegar a casa y estaba ansiosa por contarle cómo la historia había hecho de las suyas.

Pero él no llegó.

El reloj marcó las 10 y me tuve que ir a casa.

Regresaba a diario esperando que en alguna de esas noches él estuviese sentado esperándome, pero nunca sucedía.

Y así pasaron los días y las semanas, que se convirtieron en meses.

Su rostro inundaba mis cuadernos, dibujaba hasta el cansancio sus ojos grandes; su cabello lacio, negro; su boca formada por unos labios rosados que apostaba, sabían a café.

Dibujaba y dibujaba con la esperanza de que alguno de esos trazos cobrara vida y me devolviera lo que había perdido aquella noche.

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